jueves, 1 de marzo de 2012

El Albaycín Alto (II): su corazón, desde Plaza del Salvador hasta el Mirador de San Nicolás

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       Al final de la Cuesta del Chapiz, por una callejuela lateral, tenemos la pequeña pero fascinante casa morisca de la Calle Yanguas, una de las mejor conservadas de su tipología en el barrio. Una alberca centraliza su luminoso patio rectangular. También posee un aljibe nazarí con arco de herradura de ladrillo, enmarcado por pilastrillas góticas –una adición de finales del siglo XV– y profusa decoración de azulejos mudéjares. La sala principal cuenta con una bonita cubierta mudéjar de madera policromada, en buen estado de conservación. Remata la vivienda un torreón-mirador, destacando levemente entre el paisaje de casitas circundantes.
       Coronada la cumbre de la Cuesta del Chapiz, contemplamos la recoleta y pintoresca Plaza del Salvador. Su aljibe hoy está tapado y ya no da la fresca agua de otros tiempos. Parte de las piedras de su brocal son originales, pero el resto ha sido muy reformado, desvirtuando su aspecto primitivo.


Plaza del Salvador con su típico aljibe (resto de la primitiva mezquita aljama que aquí se hallaba, hasta el siglo XVI)y al fondo su magnífica iglesia colegiata renacentista mudéjar.



       Esta plaza fue antaño el genuino centro neurálgico del Albaycín árabe. La Colegiata del Salvador fue construida en el siglo XVI sobre una mezquita anterior que, en opinión de los coetáneos, era incluso más bella que la aljama de la Medina (actual Iglesia del Sagrario, situada junto a la Catedral, en pleno centro de la ciudad). Aquella primera parroquia fue convertida en 1537en Colegiata por bula del Papa Clemente VII. Tras largos siglos de esplendor, fue destruida en 1932 a causa de un incendio provocado por un grupo de exaltados anticlericales, durante una revuelta callejera; no obstante la iglesia fue brillantemente restaurada por Esteban Sánchez, F. Wilhelmi y Fidel Fernández, desde 1939. El coro alto a los pies alberga un magnífico órgano de tubos dorados. La techumbre de su larga nave única –un fino trabajo de madera mudéjar–, la armadura ochavada que cubre su capilla mayor y el Altar Mayor son también de inusitada belleza, aunque en parte corresponden a restauraciones recientes. Su típica torre-campanario mudéjar está decorada con bellas cerámicas moriscas.
En su interior se puede visitar, entrando a mano derecha, el pequeño pero interesante museo de la iglesia, con numerosas piezas escultóricas de gran valor artístico, algunas de ellas rescatadas del último incendio. Más allá, se accede a un precioso patio arbolado con naranjos y limoneros, vestigio del claustrillo árabe –un recuerdo superviviente del sāhn, o sea, del patio de la mezquita aljama desaparecida–, en donde se conserva bastante bien una de las galerías primitivas de época nazarí (siglo XIV), con siete arcos de herradura levemente apuntados, todos hechos de ladrillo y sostenidos entre pequeñas pilastras. Este intimista y relajante espacio, llamado también patio de los limoneros, es uno de los puntos más interesantes del templo, sin duda alguna, por su singular valor histórico-artístico.


Iglesia Colegiata del Salvador (siglo XVI), con su altiva torre-campanario mudéjar adosada a la cabecera.
A espaldas de la iglesia se encuentra la Placeta del Abad, en donde, en la Edad Media, se abría la Bib al–Bounūd, la “Puerta de los Estandartes”, nombre que deriva de la tradición nazarí de enarbolar sobre la torre, a la vista del pueblo, un estandarte con motivo de la proclamación de cada nuevo rey. La puerta fue destruida en 1556, pero aún se conservan restos de sus torreones laterales y de la muralla que discurría paralela a la actual Calle Panaderos hasta el Arco de las Pesas. 
En la primavera de 1499, los moriscos descontentos con la opresión de los cristianos “viejos” y la mala administración del Cardenal Cisneros –que hacía oídos sordos a las Capitulaciones–, se reunieron en una construcción hoy conocida como Casa de los Moriscos (en recuerdo de aquel hecho) para conspirar y lanzarse a la rebelión: la primera revuelta de los moriscos (1499–1501), brutalmente sofocada por la fuerza por las autoridades cristianas. Curiosamente, en el mismo inmueble se instalaron después las llamadas Casas de la Doctrina, o Colegio de Niños Moriscos, fundado a mediados del XVI a imitación del Colegio de San Miguel por iniciativa del Arzobispo Guerrero. En aquella institución se hicieron grandes esfuerzos por educar en la moral cristiana a los hijos de los conversos, paso necesario para su verdadera integración social. El inmueble es, en sí, otro ejemplo perfectamente conservado de vivienda urbana morisca típica (datada en el siglo XV). 
Frente a la Casa de la Doctrina, se abre la amena Placeta de Aliatar, dedicada al valiente alcaide nazarí de Loja, el Zegrí Aliatar, suegro de Boabdil, quien pasó a la Historia tras su participación en la sangrienta batalla de Lucena, donde murió combatiendo con nada más y nada menos que noventa años de edad!

       En la Placeta de los Castilla, se encuentra el Aljibe de la Rábita, que antaño pertenecía a la desaparecida mezquita al–Zaytūna. Cierta leyenda dice que, en un carmen próximo, vivía una repugnante anciana, celosa propietaria de una higuera famosa por sus frutos de increíble sabor. Un día, la vieja apareció muerta junto al aljibe de manera inexplicable. Desde entonces, cada noche de domingo, su espectro surge del aljibe, ofreciendo higos de oro puro a los viajeros, con oscuras intenciones.

      La dulce Calle Panaderos hubo de contar seguramente con alguna mezquita o rábita en sus inmediaciones, delatada por la presencia del pequeño Aljibe de Polo. Hoy, es una estrecha pero animada vía comercial, salpicada de buenos restaurantes (especialistas en cocina tradicional de la región, como el pintoresco El Ladrillo II, El Horno de Paquito, Los Caracoles o El Pañero) y pequeñas cafeterías de hondo calado popular, tiendas de alimentación, jugueterías y farmacias.
       La Plaza Larga, en sus orígenes (siglo XIV), no era más que una simple plazoleta mora de reducidas dimensiones frente al Arco de las Pesas, llamada Rahbāt al-Ziyāda (“Plaza del Ensanche”), la cual conectaba el arrabal de al–Bayyazīn con la Alcazaba Vieja. Tras la expulsión de los moriscos (1571) fue ensanchada para albergar un matadero, un lavadero público y unas carnicerías, otorgándole su fisonomía actual. Hoy igual que ayer es uno de los lugares más vivos del barrio, centro de su vida económica: suele tener mercadillos al aire libre varios días por semana, sirviendo de potente foco de atracción para las gentes de los alrededores. Allí se encuentran también dos cafeterías “de toda la vida”: la popular Aixa, llena de gracia y buen humor; y la pintoresca Casa Pasteles, cuyas fachadas decoradas con ladrillos vistos, cerámicas esmaltadas y arquillos de herradura, evocan una construcción del arte árabe nazarí.
        El cronista cristiano Henríquez de Jorquera (S. XVII) dice que la plaza “llámase larga porque en las dos de sus calles á que ella da principio se vende abastadamente todo el mantenimiento para el Albayzín como otra Ciudad separada”, dando cuenta de la importancia de su mercado público ya por entonces. Otro cronista, Luis de Mármol, en el siglo XVI, recogió cómo en esta plaza estalló una de las primeras chispas de la rebelión mudéjar, cuando unos cristianos arrestaron a una hija de un elche (renegado) con intención de llevarla ante el Arzobispo de Toledo, Jiménez Cisneros, sin que, al parecer, estuvieran demasiado claros los motivos del arresto o el supuesto crimen que habría cometido la joven árabe. La muchacha se defendió a voces, gritando por las calles que la apresaban para forzarla a convertirse al Cristianismo contra su voluntad. Entonces, una turba de mudéjares encolerizados se lanzó contra uno de los alguaciles cristianos, reduciéndolo y asesinándolo; el otro pudo salvar la vida de milagro, refugiándose debajo de la cama de una mora. Los mudéjares sublevados, que odiaban al fanático Cisneros, sitiaron la Alcazaba Qadima, donde se encontraba el Arzobispo. Sin embargo la rebelión  no fue a más, siendo sofocada prontamente, y de manera bastante diplomática, gracias a la actitud conciliadora del Conde de Tendilla y las buenas palabras del tolerante y siempre bondadoso ex-obispo, Fray Hernando de Talavera.

Al fondo de Plaza Larga, se abre en unos toscos muros de tapial, pacientemente desgastados por la erosión y las inclemencias del tiempo, la pequeña Bab al–Ziyāda, una típica puerta urbana de arrabal islámico, la cual fue rebautizada por los cristianos, en el siglo XVI, con el nombre de “Puerta del Ensanche”, aunque actualmente es más conocida por su otro nombre, el más popular sin duda: Arco de las Pesas
Esta peculiar denominación se debe a cierta vieja leyenda, según la cual los moros colgaban y exhibían sobre el arco de esta puerta las pesas mal calibradas que usaban los comerciantes estafadores, es decir, aquéllos que timaban a sus clientes con el peso real de sus mercancías. También se rumoreaba que los árabes colgaban allí no sólo las pesas de los malos vendedores, ¡sino también sus manos amputadas como castigo y escarmiento público!; sin embargo, no hay datos veraces que prueben tal hipótesis, la cual, en todo caso, parece deberse más bien a una especie de “leyenda negra” creada y difundida adrede por las autoridades cristianas en otros tiempos, a modo de propaganda antiislámica y antimorisca, pues con tales historias se trataba de presentar a los musulmanes como gente bárbara, con hábitos crueles propios de una cultura salvaje. 
Sea como sea, en efecto, aún hoy se pueden contemplar algunas oxidadas piezas –una de ellas, una pesa de tipo romano– colgando del muro sobre la clave del arco de herradura árabe. Estructuralmente, responde a la tipología de puerta en recodo musulmana, que impedía, por su forma, la efectividad de las cargas frontales enemigas; su túnel se cubre en el interior mediante dos bóvedas de cañón, y otra baída en la parte central. La torre en sí y parte de la muralla anexa (siglos XI-XII), han sido objeto de frecuentes restauraciones, pero conservan su impronta original. Aún se observa el rastro del primitivo arco de descarga incrustado en el muro.


Arco de las Pesas, también conocido popularmente como "de las Manos", por la siniestra leyenda urbana, de origen cristiano y posterior a la toma de Granada, de que los moros colgaban aquí
también las manos de los ladrones y estafadores.
Varios arqueólogos e historiadores, estudiosos de los primeros asentamientos del Albaycín, sostienen que varios sillares de piedra y  algunos fragmentos de muros y cimientos localizados en el entorno de la Muralla Zirí, en la zona comprendida entre el Arco de las Pesas y la Plaza de las Minas, son de origen romano, lo cual corrobora definitivamente la existencia de un primer asentamiento íberorromano (la antigua Ilíberis) sobre la colina del Albaycín desde, al menos, el siglo III a.C. (un auténtico embrión de la actual Granada, por tanto). El perímetro de aquel primer núcleo hispanorromano correspondería aproximadamente con el del recinto amurallado de la Alcazaba Qadima o Vieja del siglo XI, construida por los emires Ziríes de la primera taifa de Granada. Sin duda, los alarifes (arquitectos) ziríes no tuvieron ningún problema ea la hora de aprovechar para sus propios fines los abundantes materiales de construcción, de origen romano (como los citados sillares de piedra), que hallaron desperdigados por la colina del Albaycín. Así, pudieron reutilizar gran parte de las piedras de las ruinas romanas como base a partir de las cuales levantar encima sus propias construcciones y murallas, de hechura islámica.

       Desde Plaza Larga, se puede descender colina abajo por la empinada y aparentemente interminable Cuesta de Alhacaba, rumbo al arrabal del Zenete (correspondiente al entorno de la actual Calle Cenete y sus inmediaciones); o bien se puede torcer a mano derecha por la no menos pintoresca Calle del Agua, densamente poblada de antiguos cármenes moriscos y dulces balconcillos floridos. Igualmente, se puede tomar otra opción, la de atravesar el Arco de las Pesas para, girando a la izquierda, y siguiendo a continuación el curvilíneo trazado del Callejón de San Cecilio, desembocar en la archiconocida Plaza del Mirador de San Nicolás, célebre por sus maravillosas vistas panorámicas-
 Casi en el arranque de la Cuesta de Alhacaba (término que significa ba literalmente “La Cuesta”, en árabe), destaca la presencia de un aljibe árabe,  que suministraba agua en abundancia a dos mezquitas, hoy desaparecidas. Este podría ser el lugar del que habla cierta leyenda, cuando narra la existencia, en otros tiempos, de un fabuloso palacio árabe abandonado y ruinoso, el cual, al llegar la noche, se transformaba por arte de magia en una hermosa almunia llena de exuberantes jardines. Cierta noche, un apuesto caballero moro surgió de aquel palacio misterioso, y raptó por amor a una joven cristiana, en el momento en que ésta se iba a desposar con un hombre al que no amaba. La apasionada pareja, el moro y la cristiana, escapó entonces, adentrándose a toda prisa en el palacio encantado, mientras sus puertas se cerraban de golpe para impedir el paso a sus numerosos e indignados perseguidores. Entonces, para mayor asombro de todos los presentes, el palacio empezó a temblar y finalmente, con un gran estruendo, sus muros se derrumbaron, llevándose para siempre sus secretos y a los dos amantes.
 Mucho más real que aquel palacio pero no por ello menos hermosa es la Iglesia de San Bartolomé, situada a apenas cien metros de la cuesta-exactamente, tomando la callejuela de San Bartolomé, conforme se baja Alhacaba, a la derecha-, otro buen ejemplo de la política cristiana de construir las parroquias sobre las mezquitas. Una de las iglesias más bonitas y mejor logradas del Albaycín, proyectada por Francisco Fernández de Móstoles, y ejecutada entre 1524 y 1554 (período a caballo entre el fin del Gótico y la plenitud del Renacimiento en Granada) por el maestro de obras Lope Aria. La capilla bautismal y la torre lateral son de Juan Alonso. Presenta nave única alargada y rectangular, con capilla mayor diferenciada mediante un gran arco toral. Su interior conserva artesonados mudéjares originales realmente sobresalientes. Su fábrica en ladrillo vista con cajones de mampostería supuso una solución constructiva tan práctica como económica durante su erección. Lo más notable desde el exterior es su magnífica torre-campanario, decorada con una sabia combinación de elementos mudéjares –como la cerámica sevillana y los vidrios esmaltados, o la graciosa ventana germinada del tercer tramo– junto a otros góticos y clásicos –el vano de medio punto del segundo tramo, o en el cuarto los pináculos ornamentales–.
 En el interior de algunas viviendas modernas de la acera izquierda de Calle Agua y del Callejón de Almona, aún perduran ciertos restos del que fuera el mayor baño árabe del Albayzín, de principios del siglo XIV. De él subsiste el trazado de la planta, correspondiente al típico baño andalusí –organización similar a las Termas del Bañuelo–. 
      Otras viviendas particulares de esta zona conservan también restos nazaríes, perpetuados en varias casas moriscas de finales del siglo XV o principios del XVI, como la Casa árabe de la Calle Ceniceros (número 1) a escasos metros del Mirador de San Cristóbal; obsérvense sus magníficos arcos decorados con atauriques y motivos geométricos, sus yeserías con inscripciones, o su fresco patio florido. Los números 19, 27 y 28 de la Calle Agua corresponden, igualmente, a otros excelentes ejemplos de casas moriscas (siglo XVI), algunas con elegantes pórticos, yeserías árabes y azulejos.
       Al final de Calle Agua, en la llamada Placeta de Carniceros, se encuentra, como incrustada al fondo de un angosto callejón sin salida, la famosa Casa de los Mascarones, así llamada por la original decoración de su fachada –“monte de musas y jardín de amores”, describió Góngora–. Esta encantadora casa fue hogar de varios personajes ilustres, como el poeta Pedro Soto de Rojas, canónigo, abogado en el Santo Oficio y discípulo, en poesía, del mismísimo Góngora, y más tarde del maestro imaginero barroco José de Mora. Del primero se dice que encontró en este carmen la inspiración para su bello poema lírico que decía Paraíso cerrado para muchos, abierto para pocos...
            
       Si el Carmen de los Mascarones es un paraíso cerrado para muchos, hay que advertir a los fatigados viajeros y visitantes del Albaycín que, al menos, encontrarán un lugar mucho más abierto y, sin duda, más adecuado a la hora de calmar la sed y el hambre, en el vecino bar Los Mascarones, situado justo al lado. E igualmente, en otro establecimiento no menos acogedor ni menos interesante a nivel gastronómico, el restaurante Casa Torcuato -todo un clásico del buen yantar en el Albaycín, de toda la vida- en el número 20 de la calle Agua (o en la vecina calle Pagés, a la altura del número 31; total, da igual, pues ambos son del mismo dueño y de la misma calidad). Es altamente recomendable dejarse deleitar por lo mejorcito de las tradiciones culinarias granadinas: setas, caracoles, migas con chorizo, pucheros y estofados, albóndigas en salsa, croquetas de caldo de cocido, rejos (patas de calamar fritas), cazón en adobo, choto al ajillo, embutidos caseros,...
       Otros restaurantes interesantes de esta parte del Albaycín, tanto por su buena calidad como por su ambiente, son La Higuera, en la vecina Calle Niño del Hoyo, donde aparte de platos regionales se pueden degustar recetas vascas; y en plena Placeta de Fátima, el bar El Ladrillo, orgulloso de su amplia terraza soleada -aunque no aseguran el buen tiempo ni que el guitarrista de la esquina esté inspirado- y famoso por sus enormes frituras de pescado.
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La pequeña Iglesia de San Gregorio Magno fue construida sobre el solar de una antigua mezquita (de cuyo recuerdo nos resta hoy el vecino Aljibe del Paso, o De la Estrella, en la calle homónima). Se trata de una pequeña iglesia de nave única y angosta, es decir, de tipo cajón, un esquema que tuvo mucho éxito y predicamento en la arquitectura religiosa granadina a lo largo de todo el siglo XVI. Entre otros aspectos dignos de interés, en ella destacan su sencilla portada renacentista y, en su interior, un fragmento original de su armadura de artesa mudéjar, y sobre el altar mayor, unos frescos con escenas bíblicas. La torre-campanario alberga en su parte baja una recoleta capilla cubierta con cupulilla semiesférica. 


Típico gato albaycinero. Los hay a miles. No les den de comer pasadas las doce, por favor...
Callejeando un poco, a dos pasos de San Gregorio se pueden contemplar algunos magníficos ejemplos de viviendas típicas albaycineras, como el encantador Carmen de las Tres Estrellas, cuyo nombre se explica fácilmente echando un vistazo a los azulejos decorativos de la clave del arco de su fachada. Este es uno de los cármenes de mayor antigüedad de Granada, pues remonta sus orígenes a los siglos XIV y XV, como demuestra la presencia de algunos restos materiales de época musulmana, aún conservados. La casa es también conocida porque fue un destacado punto de encuentro de intelectuales en otros tiempos: el poeta granadino Afán de Ribera organizaba aquí, por ejemplo, tertulias literarias y recitales en el siglo XIX.
Cruzando el Arco de las Pesas, desde la Placeta de las Minas parte a la izquierda el Callejón de San Cecilio. En su parte media, destaca el rechoncho cuerpo de una extraña construcción: una especie de torre o puerta (en cierto modo, ambas cosas a la vez) hecha de dura argamasa de cal y cantos rodados. En su hueco interior, en penumbra, se abre una capillita en honor al patrón de Granada, San Cecilio. La tradición cuenta que en la capilla –en su origen una celda romana– sufrió prisión y martirio el santo varón junto a susdiscípulos San Tesifón y San Hiscio) en el siglo I d.C. Esta torre fue conocida en época árabe como Bab’Qastār, “Puerta del Castro”, acceso a una desaparecida fortaleza que, en opinión de algunos, correspondería con el Hīsn al-Rummán o Castillo del Granado” que da nombre a la ciudad. En opinión de otros, se trataría del “Castillo de Hernán Román”, así llamado en honor de uno de sus nobles propietarios cristianos. 

Desde Callejón de San Cecilio desembocamos fácilmente en esa especie de visita obligatoria que supone la Plaza del Mirador de San Nicolás, junto a la iglesia del santo. A decir verdad, uno de los pocos espacios abiertos realmente amplios del Albaycín Alto, desde el cual se puede admirar una de las mejores vistas panorámicas de la ciudad en toda su amplitud, la Vega, Sierra Elvira a nuestra derecha, y la Alhambra y el Generalife, con la Sierra al fondo. Punto de encuentro forzoso, ya no tanto de los albaycineros puros (que también), sino de las oleadas de turistas y fotógrafos de todas las nacionalidades. Es siempre divertido observar, mientras se admira el paisaje, los artesanos callejeros que aquí exponen sus obras a la venta (bisutería, pintura...), o la gente tocando guitarras flamencas con algún palmero o cantaor improvisado, entonando canciones. A veces, las gitanas se sientan en un banco vendiendo castañuelas o baratijas con donaire. La fama mundial de este mirador ha crecido, aun más si cabe, desde la visita del presidente estadounidense Bill Clinton (1996), que aseguró haber contemplado desde allí el “atardecer más hermoso de su vida”. En 1974 Luis Seco de Lucena afirmaba que el lugar “constituía un alivio para el espíritu fatigado por el ajetreo del inquieto vivir de nuestro tiempo”.


Vista panorámica del Albaycín, coronado en su cúspide por la airosa torre del campanario de la Iglesia de San Nicolás.
Obsérvese también que el Albaycín, barrio encaramado sobre una colina, es asimismo un vergel de
jardines privados de cipreses, palmeras, naranjos y jazmines, que aportan verdor y frescura
a sus famosos cármenes, la vivienda típica granadina.
La Plaza de San Nicolás corresponde a la planicie más elevada de la primitiva Alcazaba VIeja de los Ziríes, de la que constituía su centro y plaza de armas. En época nazarí no estaba tan despejada como en la actualidad, puesto que allí se ubicaban numerosas villas árabes: como el bellísimo palacete del Harmez –derrumbado hacia 1850–, en donde una leyenda ubica una de las primeras reuniones diplomáticas entre moros y cristianos, en 1491, para debatir la futura rendición de Granada. Sobre una antigua mezquita –de nombre desconocido– se erigió la actual Iglesia de San Nicolás, obra proyectada y construida por Don Rodrigo Hernández (siglo XVI) La que hoy vemos es, en verdad, fruto de una restauración obligada (1937) tras el incendio que sufrió en 1932 tras una revuelta anticlerical. Sus fascinantes aires mudéjares sobreviven gracias al buen hacer de sus restauradores: el arquitecto Prieto Moreno y el maestro Jiménez Huertas. Es una preciosa iglesia de nave única sustentada por arcos apuntados, sin capilla mayor diferenciada pero con varias capillas laterales. Las cubiertas juegan con armaduras de madera mudéjares y bóvedas de crucería góticas. En el exterior destaca su torre lateral y, en un costado, un pequeño pilar renacentista de piedra (siglo XVI).
A escasos metros, con su brocal apuntando directamente a la Alhambra, tenemos el prominente Aljibe de San Nicolás. Sus notables dimensiones (62 m3. de capacidad, 23,5 m2 de planta y 5,15 m. de alto) y otros rasgos como el pilar barroco adosado a su brocal, demuestran que es una obra cristiana del siglo XVI, aunque seguramente construida sobre otra cisterna árabe anterior.
Al lado de San Nicolás, tenemos la recientemente construida Mezquita Nueva de Granada, inaugurada hace escasos cinco años por la prominente Comunidad Islámica de España, de gran protagonismo en la sociedad granadina.


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