El Barrio del Sacromonte cubre gran parte del antiguo Cerro de Valparaíso (o del “Valle del Paraíso”), con algunas pequeñas ramificaciones que se prolongan, tímidamente, hasta el Cerro de San Miguel, confundiéndose por momentos con los límites del Albaycín, sin que llegue a saberse a veces dónde empieza uno u otro. Su semblanza, como paisaje urbano, es bellísima y peculiar como pocas en España, y posiblemente una de las imágenes más cautivadoras de Granada: un amplio panorama de pequeñas colinas suaves, con su superficie toda cubierta de apretadas casitas de paredes encaladas, de refulgente blanco, en donde despuntan, aquí y allá, entre las numerosas pitas y las chumbares, extraños agujeros excavados en las entrañas mismas de la tierra. Se trata de las famosas Cuevas del Sacromonte, hábitat humano de tipo troglodita, o parcialmente troglodita, de antiquísimas raíces (cuando menos moriscas) y aspecto realmente singular. Un lugar inolvidable.
Según la tradición, las cuevas del Sacromonte fueron construidas y habitadas por los musulmanes hace más de quinientos años. Más tarde, tras la conquista de Granada, algunos moriscos aislados pero sobre todo, unos recién llegados –los gitanos–, las utilizaron como vivienda o refugio temporal. También muchos peregrinos de la Abadía se cobijaron en estos nichos, ocasionalmente. Sin embargo, desde el S. XVIII sus moradores habituales, y los que mayormente han contribuido a dar fama internacional a las cuevas, han sido los gitanos.
"Gitano Granadino". Acuarela de Arthur G. Michael (1914).
El origen del nombre Sacromonte (“monte sagrado”) ha suscitado muchas controversias desde hace tiempo. Según unos autores podría derivar de su carácter sacro, constatado desde época musulmana nazarí, puesto que, al menos en una parte de su amplio territorio, hubo una rauda, es decir, un cementerio islámico, allá por el siglo XIV. Aquel cementerio, mencionado en las fuentes como Qabrāt al–Raudā, se extendía desde la actual Ermita de San Miguel Alto y la Cruz de la Rauda, en lo más alto del Albaycín, prolongándose casi hasta las cercanías de la Fuente de la Amapola.
No obstante, siguiendo con la cuestión etimológica, el caso es que el origen del término proviene, más probablemente, de la tradición católica de crear “montes sagrados” en los lugares en donde se descubrían restos o reliquias de santos, o donde se produjera algún hecho que pudiera ser considerado milagroso; una tradición que surgió en la Italia del primer Renacimiento, con los llamados Monti Sacri.
No obstante, siguiendo con la cuestión etimológica, el caso es que el origen del término proviene, más probablemente, de la tradición católica de crear “montes sagrados” en los lugares en donde se descubrían restos o reliquias de santos, o donde se produjera algún hecho que pudiera ser considerado milagroso; una tradición que surgió en la Italia del primer Renacimiento, con los llamados Monti Sacri.
Si bien el Sacromonte tiene fama de ser un barrio puramente gitano, lo cierto es que en él habitan hoy gentes de todas las razas y condiciones, con una amplia e innegable base étnica gitana, ciertamente, pero también payam vocablo caló que designa a todo aquél que, sencillamente, no es gitano. Obviamente, tras seis siglos de cohabitación gitanos y payos han terminando creando estrechos vínculos, de forma más o menos natural, aunque con sus históricos tiras y aflojas. Fruto de esa comunicación entre culturas son los numerosos matrimonios mixtos, y sus frutos, los vástagos llamados tradicionalmente gallipavos, hijos de gitan@ y pay@, hijos de tan dulce mestizaje, que ha dado y dará -qué duda cabe- tantos grandes hombres y mujeres al futuro y la Humanidad.
En las últimas décadas, la fama mundial que ha adquirido el Sacromonte ha ejercido su atracción, asimismo, sobre numerosos foráneos -nacionales e internacionales-, que han acabado instalándose aquí de manera más o menos estable, estableciendo su hogar definitivo o bien eligiendo alguna casa-cueva del Sacromonte como segunda residencia. Tras la terrible inundación de 1963, gran parte de las viejas cuevas gitanas, las originales, se derrumbaron y quedaron inservibles. Muchas familias gitanas pobres, que por entonces vivían allí por necesidad, no por otra cosa, tuvieron entonces que trasladarse a otras zonas más seguras de la periferia urbana, como los barrios de Almanjáyar, Cerrillo de Maracena o La Chana.
Esta desocupación, acompañada durante el resto de las décadas 1960 y 1969 de una notable falta de interés por la rehabilitación de las cuevas del Sacromonte, posibilitó, sin embargo, que muchos foráneos, principalmente hippies o gentes sin recursos, acudieran a la colina, y arreglaran de manera independiente las cuevas abandonadas y, tras las debidas reformas, las volvieran a habitar, normalmente como “okupas” (sobre todo en la parte más alta y silvestre del cerro, al otro lado de la muralla, en una especie de tierra de nadie, llena de vacíos legales y ausencia de límites legales reconocibles, que hacen más fácil la ocupación). Por otro lado, muchos gitanos, sobre todo aquéllos con raíces más profundas y lazos familiares bien anclados en el barrio, también regresaron poco a poco a recuperar sus hogares ancestrales. Hoy estas familias gitanas se aferran a sus raíces y sus tradicionales cuevas con más fuerza que nunca, imprimiendo el sello de su cultura inconfundible a uno de los barrios con más solera de Granada. Más aún desde que muchas de esas cuevas, antiguos hogares familiares, fueron reconvertidas en pintorescas salas de espectáculos, esto es, cuevas de zambras flamencas, y, así, en la forma principal de ganarse la vida para sus propietarios.
Al decir esto, estamos pensando, sin duda, en cuevas como las de La Bulería (propiedad de uno de los hermanos Habichuela, uno de esos linajes de artistas que hay que conocer al venir aquí), Los Tarantos (por donde han pasado artistas de la talla de La Paquera de Jerez, los Amaya o Luis de Luis, entre otros grandes del flamenco), La Rocío, la Venta el Gallo (Casa Juanito) o el célebre Cueva-Museo de María La Canastera, de visita absolutamente obligada.
Las Cuevas del Sacromonte fueron habitadas de forma relativamente estable por los gitanos desde, al menos, el siglo XVIII. En principio, habitaron otros barrios de Granada, pero para esa fecha tenemos plena constancia histórica de su presencia en el Cerro de Valparaíso. Los primeros en llegar ocuparon las viejas cuevas de época mora, pero las nuevas oleadas tuvieron que excavar sus propias casas en la tierra. Las condiciones de vida y salubridad no siempre eran buenas; las tasas de mortalidad infantil eran altas, la esperanza media de vida muy inferior a la de los habitantes del centro urbano, y el analfabetismo era un hecho generalizado. Fuertemente conmovido un cura solidario, el padre Andrés Manjón, fundó en 1889 las Escuelas del Ave María, cuyo objetivo era educar a los niños de familias gitanas pobres. De aquella primera fundación escolar para gitanillos surgirían, ante su éxito, otras más, y hoy las Ave María son toda una institución en Andalucía oriental. Sus méritos no han sido pocos: varias generaciones de gitanos aprendieron a leer y escribir y pudieron alcanzar un nivel de vida bueno, desahogado, gracias a aquel colegio, primer peldaño para su integración social. A pesar de todo, el fuerte apego a la propia tradición sigue imprimiendo en la cultura gitana un sabor añejo pero único, independiente, sencillamente genuino. Fue sin duda ese carácter diferenciado del Sacromonte lo que llamó poderosamente la atención de numerosos viajeros y escritores románticos desde el siglo XIX. Théophile Gautier o Washington Irving, entre otros, fueron dos autores de renombre internacional que se maravillaron con los secretos y el embrujo de este lugar mágico, y luego quisieran contar al mundo entero la esencia de lo que vieron y sintieron entre los gitanos de la vieja Granada.
El Chorrojumo, el último "Rey de los Gitanos", foto anónima del siglo XIX.
(dominio público).
Una cueva no es simplemente un lugar de habitación –con su hogar, y al menos una habitación o dos, las más amplias tres–, sino que también suele contar con algún espacio anexo destinado a taller, normalmente de cerámica o forja, trabajos en donde los gitanos, históricamente, han sabido destacar como artesanos.
Las cuevas, con el tiempo, evolucionaron haciéndose más grandes y complejas, aumentando su número de habitaciones y talleres. Pero una característica propia es que no siguen un plan fijo, no hay dos cuevas iguales. La ventaja principal del cerro del Sacromonte es la relativa fragilidad del suelo, consistente en gravas y arenillas compactas, que pueden ser excavadas sin mucho esfuerzo. Otra ventaja, no menos estimable, de las cuevas es su temperatura constante, de unos 18ºC durante todo el año; en invierno son calientes, mientras en verano son fresquitas y agradables.
BREVE HISTORIA DEL PUEBLO GITANO
¿Cuándo llegaron los gitanos al Sacromonte? La cuestión sigue siendo objeto de debate científico en la actualidad, y resulta imposible dar una respuesta definitiva. Tal vez para ello, haya que preguntarse antes cómo llegaron a España. Hasta hace poco tiempo, se mantenía la opinión de que el pueblo gitano procedía del Punjab, en India, en base a ciertas analogías entre su lengua y los idiomas indoeuropeos. Se supuso que los gitanos eran indoeuropeos y se les quiso encontrar incluso una supuesta ciudad originaria: Uttar Pradesh. Pero tal hipótesis carece de base sólida. Aparte de que hubiera o no una ciudad gitana –otro tema– el problema radica en la cuestión lingüística: una misma lengua o hábitos pueden ser compartidos por dos grupos humanos étnicamente distintos, sin por ello ser forzosamente una sola etnia o “pueblo” unido. Los bereberes de Marruecos son una etnia distinta de la árabe, pero ambos grupos hablan la misma lengua, un dialecto del árabe clásico (darīya), y habitan el mismo estado–nación, Marruecos, bajo una misma fe, el Islam.
El caso es que los gitanos parecen tener más relación con las antiguas poblaciones semíticas de Próximo oriente, como los hurritas de Mitanni (+–1500 a.C.) y los escita–sarmáticos instalados desde el I Milenio a.C. en Medio Oriente, llegando, tras una lenta migración, hasta el Valle del Indo. Los gitanos, por tanto, son pueblos semíticos. Cuando llegaron a la India, el romaní, su lengua, estaba aún en fase de formación y debió asimilar en el Indo gran parte de la fonética y gramática de los indoeuropeos. De ahí las similitudes entre lenguas indias y romaní. Pero poco más.
Más tarde, parte de aquellos primeros gitanos reemprendió el camino de vuelta a “Occidente”. Tras llegar al área sirio-palestina, algunas tribus pasarían a Egipto a finales de la Edad Media (¿siglo XIV?) mientras otras, coetáneamente, colonizaban parte de Europa Oriental, formando el grupo rom, de donde vienen los zíngaros y romaníes actuales –dispersos entre Bulgaria, Albania, Grecia, Hungría y Rumanía–. Desde Egipto el primer grupo siguió avanzando por el Norte de África y, atravesando el Estrecho de Gibraltar, llegó a la Península Ibérica en el siglo XV, donde se establecieron, configurando el grupo gitano propiamente dicho. Esta escisión, hace siglos, explica por qué los gitanos españoles y rumanos actuales presentan, siendo una misma raza, tantas diferencias culturales entre sí.
En época de los Reyes Católicos (1475–1516) los gitanos de España eran popularmente conocidos como “tribus egipcianas”, en recuerdo de su procedencia más inmediata. Entre ellos, curiosamente, aún perdura el recuerdo de su paso por Egipto, y muchos aseguran –aunque sin mucho fundamento– estar emparentados con los faraones, como el famoso Chorrojumo, “último rey gitano de Granada”.
Parece ser que también hubo mucho de simpatía abierta entre los sefardíes –judíos hispanos– y los gitanos en su encuentro en la España medieval, pese a que los segundos eran cristianos desde antiguo. Los romaníes abrazaron el Cristianismo a principios de la Era Cristiana. Su conversión no fue ningún obstáculo para que adaptaran muchas de sus tradiciones culturales, de origen semita, a las nuevas leyes cristianas. Ese trasfondo semítico explica por qué los sefardíes y gitanos confraternizaron pronto, pero sobre todo la situación de marginación social, o de “ciudadanos de segunda” –sin plenitud de derechos civiles– era una característica compartida por ambos grupos, judíos y gitanos, que contribuyó a estrechar y afianzar sus vínculos; los judíos eran infieles, los segundos forasteros. En tales condiciones difícilmente podían hallar un hueco propio en la sociedad cerrada medieval.
Otro grupo social de la Granada renacentista con que entablaron los gitanos fuertes lazos de amistad –y con el tiempo de sangre– fue el morisco. Aparte de las similitudes evidentes –raíz semita y categoría social marginal–, lo que facilitó el entendimiento fue la común conciencia de ser distintos, “algo aparte” dentro de la sociedad. Pese a su fe cristiana, ni gitanos ni moriscos (en el segundo caso, fe forzada) se sentían identificados con los soberbios descendientes de la “estirpe gótica”, los castellanos, ni con la cultura de la clase dominante. Los gitanos no podían cultivar o poseer tierras, privilegios reservados a los señores castellanos, ni podían servir de financieros, algo propio de judíos. Al menos pudieron ejercer trabajos paralelos, que pese a su carácter extraordinario eran de una gran importancia para la economía del reino: podían comerciar, eran buenos artesanos y ya entonces eran famosos por su carácter festivo y alegre. Sin embargo, la expulsión de los judíos (1492) y la represión antimorisca –medidas autoritarias dirigidas a instaurar una sola forma de vida en España–, pusieron a los gitanos en una situación difícil. La primitiva tolerancia dio paso, apenas acabado el siglo XV, a un período de fanatismo, que no aceptaba a aquéllos que hablasen o se comportaran de manera distinta a la considerada canónica. A priori, la forma de vida alternativa, nómada y oportunista de los gitanos parecía anárquica a los gobernantes, puesto que no servían como vasallos a ningún señor, y obedecían sus propias leyes gitanas antes que cualquier otra. Ante los ojos de los siervos, el modus vivendi de los gitanos –independiente y libre– parecía una tentadora vía de escape a su penosa situación social. Los señores no podían permitirse perder mano de obra, y reintrodujeron por la fuerza, a todo elemento transgresor del orden feudal dentro de ese orden. Entre estos transgresores destacaban los gitanos.
A raíz de esto, diversas leyes, como la Pragmática de Medina del Campo del año 1499, firmada por los Reyes Católicos, dictaron medidas represivas contra los gitanos. Se les prohibía, entre otras cosas, continuar con su nomadismo tradicional, lo que les obligaba a establecerse en un lugar fijo, y trabajar en lo que supiesen o pudiesen, algo que en aquella época era lo mismo que convertirse en servidores de algún señor terrateniente. Los que se negaban sufrían cárcel, expulsión o muerte. Pero, pasadas algunas centurias, en el siglo XIX, con la entrada de las ideas ilustradas en España, los gitanos consiguieron mejorar ligeramente su situación social. En esta época surgiría la primera memoria colectiva del pueblo gitano. En Andalucía y Extremadura fueron muy apreciados como comerciantes de ganado de labor, necesario para la agricultura (si bien los “señoritos” los seguían mirando con desprecio); destacaron también como herreros y forjadores, profesiones que aún ejercen con maestría hoy en día, y que, por su naturaleza y carácter, les permitían vivir “a su aire”, de manera más o menos autónoma.
Cuando parecía que por fin los gitanos gozaban de un hueco legal en la sociedad, la industrialización de principios del siglo XX los acabó marginando una vez más. Incapaces –bien por no poder, bien por no querer– de seguir el ritmo frenético del progreso, muchos tuvieron que elegir entre abandonar sus hábitos ancestrales o adaptarse a un nuevo mundo... La marginación social ha conllevado las lacras del chabolismo, el paro, la droga y la miseria. Pero unos pocos han conseguido abrirse paso, con esfuerzo, en pro de su integración, estudiando o abriendo pequeños negocios, convirtiéndose en familias gitanas acomodadas que conviven sin problema con los payos. Otros, en cambio, siguen en los márgenes de la subsistencia. Son dos caras de una dura realidad. Dentro de su misma sociedad la división entre gitano rico y pobre trae muchas tensiones; algunos consideran mejor aceptar la pobreza a cambio de su libertad, presentándose a sí mismos como los “verdaderos” gitanos (pues se han negado a pasar por el aro de los payos). Granada, como tantas y tantas otras ciudades españolas, es un buen ejemplo de tal dicotomía.
LAS ZAMBRAS Y EL FLAMENCO
El vocablo actual zambra proviene del árabe az–zām al–māhr', “el alegato de la dote”, o zumrā, “pandilla”. La tesis tradicional afirma que deriva de un rito prenupcial de los moriscos granadinos, que durante el siglo XVI fue expresamente prohibido por la Inquisición. Pese a la persecución, la zambra pudo sobrevivir, si bien adquiriendo otros matices y evolucionando hacia nuevas formas con el tiempo. Así su esencia pudo ser recuperada por los gitanos del Sacromonte.
El flamenco es un género de música y danza nacido en Andalucía durante el siglo XVIII, basado en la música propiamente andaluza anterior, del siglo XV, de raíces fuertemente moriscas y árabes. De aquella música primitiva andaluza, o “morisca”, prácticamente no han quedado restos, pues como todo lo “moro”, fue perseguido por la Inquisición. Además, tratándose de una tradición de tipo oral y popular, raramente quedó fijada en pentagramas. Pero su esencia se prolongó y readaptó gracias a sus legítimos receptores: los gitanos del siglo XVIII. Los románticos extranjeros, entusiasmados con tan enigmático pueblo, consideraron a menudo al gitano como el más preclaro y genuino representante de lo “español”. Se sabe de la participación de los escritores Washington Irving o Thèophile Gautier en zambras clandestinas de Granada.
El problema del origen del término flamenco es de difícil respuesta; las primeras aproximaciones científicas rigurosas vienen del siglo XIX, un momento en que el flamenco como género estaba aún en fase de formación. Según Blas Infante, el “padre” del nacionalismo andaluz, el flamenco provendría de la expresión hispanoárabe fellah mengu, “campesino sin tierra”, en alusión a los moriscos que, integrados en comunidades gitanas –con quienes compartían el carácter de minoría marginal–, dieron su aporte arabizante al estilo, manifestación de su doloroso desarraigo cultural. Sin embargo Blas Infante no aporta pruebas documentales que corroboren esta hipótesis.
Otras teorías, más poéticas, apuntan que el término deriva del peculiar amaneramiento propio de los cantaores y bailaores, parecidos en su gesto a los flamencos, esbeltas aves zancudas de elegante porte. Otras dicen que flamenco proviene de flama por la pasión “ardiente” con que se interpretan las piezas. Otra explicación más arriesgada sostiene que viene de una curiosa anécdota relacionada con los flamencos, habitantes de Flandes venidos a España formando parte del séquito o los funcionarios del emperador Carlos V. Don Carlos era flamenco –pues nació en Gante, en el año 1500–; al respecto se cuenta que se le honró con una fiesta de bienvenida en donde a los artistas se les instó a “bailar al flamenco”, o sea al rey homenajeado.
El cante, el toque y el baile son las principales facetas del flamenco, pero no menos la activa y constante interrelación artista–público, durante las actuaciones. En un espectáculo de flamenco, al contrario que en otras manifestaciones musicales en las cuales el público cumple un rol pasivo como “espectadores”, los músicos, cantaores y bailaores necesitan, de algún modo, precisan de la respuesta o el estímulo constante de su público. De ahí el “jaleo”, el conjunto de palmas, gritos, invocaciones y “olés” presentes en cada espectáculo; de ahí, también, la fuerte carga de espontaneidad que caracteriza al flamenco. La vergüenza desaparece, se disipan los miedos. Más allá del aplauso final, los asistentes participan, al “jalear”, en el desarrollo del espectáculo y en el buen hacer del artista. No es raro ver cómo en mitad de un corrillo, alguien se levanta, inesperadamente, y se “arranca” a cantar o bailar, libres de toda vergüenza o miedo al ridículo.
En el antiguo Al–Andalus, algunos autores árabes acuñaron la expresión zam(b)ra para definir ciertos bailes mozárabes, cuyos orígenes remotos se remontan a la época fenicia (las encantadoras puellae gaditanae, o “bailarinas de Cádiz”) y grecorromana. Los musulmanes vieron las zambras mozárabes como unas fiestas, donde se bebía vino en abundancia y se cantaba en lenguas romances. Muchos moros se sintieron atraídos, al fin y al cabo, por este peculiar estilo, muy popular entre la plebe, y acabaron asimilándolo en su propia cultura. Más tarde los moriscos del siglo XVI lo tuvieron como algo suyo, parte de su identidad, lo que explica por qué fue tan perseguido por la Inquisición, ignorante de su verdadero origen. [Sin embargo no deben interpretarse, por el mero hecho de ser mozárabes, como cristianos, pues tenían una fuerte base pagana, fenicia, griega, judía,…]
Por otro lado, tras la invasión musulmana del 711, la separación de la Península Ibérica del devenir histórico del resto de Europa la alejaron igualmente de las reformas musicales de San Gregorio. Así, en Al–Andalus sobrevivió, como algo apartado, este canto mozárabe con modos y métrica totalmente únicos. Como resultado se produce otro proceso, de sincretismo y distinción al mismo tiempo: la música andalusí de base árabe, al absorber en suelo hispano el vasto legado fenicio, griego, sefardí y latino –a través del mozárabe–, se transformó a su vez en un fenómeno diferenciado respecto a la evolución musical del resto del Islam medieval. La reforma de Ziryāb, el famoso músico de la Córdoba califal (siglo X), contribuyó a la creación de la llamada nāwbā, suite vocal e instrumental que recogía la influencia judeocristiana y bereber sobre una base árabe.
La música andalusí, así conformada, no dejó de desarrollarse hasta 1492, cuando muchos artistas nazaríes emigraron al Magreb. Pero, para esa fecha, ya había dejado una imborrable impronta en el mundo español; su huella se rastrea incluso en ciertas composiciones castellanas y aragonesas, pese al rechazo que despertase a priori todo lo “moro” en los cristianos. Las jarchas mozárabes, primeras composiciones populares de que tenemos constancia escrita en la música y la literatura española –y que además son las líricas en lengua romance más antiguas de Europa–, están impregnadas de carácter musulmán, con paralelismos constatables con los zéjeles y moaxajas andalusíes. Por otra parte, la influencia sefardí se puede observar en los tonos y estilos de ciertos palos (“variantes”) actuales del flamenco, como las peteneras o las saetas. El substrato castellano también es innegable: con la conquista de Córdoba por Fernando III el Santo, apareció el romancero castellano en el Valle del Guadalquivir, ejerciendo su influencia sobre las jarchas y zambras, influjo que, sin embargo, fue recíproco. La investigación demuestra que los gitanos ambulantes del siglo XIX, dedicados entonces profesionalmente al flamenco, ejecutaban largas versiones de romances castellanos medievales, influidos por la tradición trovadora (amor cortés) de un lado, y de otro por las jarchas y zambras.
Se trata, si lo pensamos bien, de algo ajeno en principio a la cultura gitana (los gitanos llegaron sólo a mediados del siglo XV a la Península), pero para ellos no hubo problema alguno en asimilar en su propia tradición estas canciones. Adaptando los gitanos a sus propios gustos y fines aquellos patrones rítmicos y métricos de este –podríamos decir, inventando ahora un término– “protoflamenco”, tendríamos una primera impronta gitana, de gran peso, sobre el desarrollo posterior del flamenco. Más tarde ciertos estilos de raíz igualmente mora, como la seguiriya (del árabe siguiriya) o el fandango, propios de otras regiones, desempeñarían un rol análogo en el desarrollo de los varios palos.
Cabe pensar que, tras el decreto de expulsión de Felipe II (1571), muchos moriscos se mezclaron genéticamente con las comunidades gitanas, marginales como ellos, sirviendo de vehículo de transmisión cultural del sustrato de cantos mozárabes, zambras, jarchas, seguiriyas, fandangos y romances, a partir del XVI.
El sustrato gitano, el más famoso e innegable de todos cuantos componen actualmente el flamenco, especialmente desde finales del siglo XVIII, ve con todo demostrada su fuerte raíz morisca-andalusí. Los nómadas gitanos, obligados a desempeñar funciones económicas marginales, se vieron abocados para sobrevivir a ganarse la vida con lo que mejor se les daba: sus bailes y danzas. Fruto de una necesidad nació una forma de vida. En el siglo XIX el flamenco estaba bastante cerca de su consolidación como estilo definido. A pesar de todo, muchos de los cantes y ritmos que hoy llamamos, globalmente, “flamenco”, por entonces eran elementos aislados. La Guerra de Independencia (1808-1814) contra los franceses tendría su repercusión en la integración de estos elementos: en ella se cimienta el modelo del héroe antifrancés, identificado muchas veces con el bandolero serrano y el majo, que toma parte activa en la lucha de guerrillas, en revueltas (Madrid, Aranjuez, 1808) y en batallas decisivas como Bailén. De estos personajes nacerá el mito del castizo, de lo cañí, que por primera vez en la Historia ve en el gitano, a menudo forajido pero siempre luchador y patriota, la quintaesencia del espíritu español (individualista, orgulloso, libre).
De pronto los gitanos son bien vistos, incluso admirados, y con ellos su arte flamenco pasa a encarnar el paradigma de España. A esta contribución se unirán otras de diversa índole, como la apertura en 1881 del primer local de flamenco, el Café Cantante de Silverio Franconetti, en Sevilla. Irónicamente Silverio era payo, pero sentía auténtica devoción por la cultura caló (gitana) y a instancias de uno de los mejores cantantes de aquel momento, el gitano Fillo, abrió su establecimiento donde tendrían cabida todas las variantes de la música gitana.
Desgraciadamente, aquel café hispalense era un antro nocturno y la baja categoría social de muchos de sus asiduos motivó que las clases altas no se interesaran por él. El Cantante, sin embargo, permitiría actuar, por primera vez en la historia, en un mismo espacio a artistas de diversos palos, algo que incidió positivamente en la posterior profesionalización del cantaor y el bailaor, y contribuyó a que se admitieran, dentro de la denominación global de flamenco, múltiples estilos antes separados.
En el mismo instante en que el flamenco empezaba a obtener cierto status social, y a verse como música propiamente española, ocurrió el Desastre del 98, con la pérdida de las colonias americanas (Cuba y Puerto Rico) y el fin del Imperio español. España quedaba así convertida en potencia de segunda fila. La respuesta intelectual del llamado Movimiento del 98 fue intentar averiguar qué había hecho mal España, cuáles eran sus debilidades intrínsecas, para haber perdido de la noche a la mañana su orgullo: el imperio colonial.
Muchos consideraron que España, anquilosada en el pasado, necesitaba una urgente regeneración que la pusiera de nuevo al frente de Europa. Y entre los males fundamentales de la patria, algunos intelectuales, como Noel, identificaron los toros y el flamenco. Mientras tanto los nacionalismos periféricos (vasco y catalán), con sus propias tradiciones, lanzaron mortíferas saetas contra todo lo andaluz, entendido como paradigma de lo español. Con excepción de los sevillanos hermanos Machado, casi todos los del 98 suscribieron esta opinión. El gitano pasó de ser entendido como alma de España a ser visto como un vago culpable del total desinterés del pueblo hacia cuestiones como la política o la “alta cultura” de la burguesía –que buscaba emular a las naciones más desarrolladas–. Afortunadamente, la llegada de una nueva generación de intelectuales, los llamados "del 27", la mayoría de ellos andaluces, supuso para el flamenco una nueva recuperación y puesta en valor. Algunos de ellos, como Federico García Lorca en Granada o extranjeros enamorados con la cultura española, como el estadounidense Ernst Hemingway, contribuyeron decididamente a romper el mito de la supuesta culpabilidad del flamenco en la crisis de España.
Al respecto, Lorca y el músico Manuel de Falla supieron, mejor que nadie, dar un nuevo empujón al flamenco en sus raíces más puras -entiéndase puristas- cuando, en 1922, organizaron el primer Concurso de Cante Jondo en Granada. Preocupados porque el flamenco estuviera perdiendo su esencia (su hondura o “jondura”), pusieron como condición a los participantes que fueran todos cantaores aficionados. Más tarde vendría la Ópera Flamenca, curioso nombre para una manifestación artística que nada tenía que ver con la ópera; el motivo se debía a que los promotores pagaban menos impuestos si se dedicaban al género lírico. Esta época coincidió con el esplendor de Manuel Torre, la Niña de los Peines, Pepe Marchena, Manolo Caracol, y otros genios y grandes maestros.
Desde 1970, por último, se ha iniciado un interesante proceso de renovación del flamenco, al fusionarse con estilos actuales, gracias a la labor de grandes genios como el ilustre Camarón, con su insuperable Leyenda del Tiempo (1976); o más recientemente el granadino Enrique Morente -recientemente fallecido; desde aquí un saludo estés donde estés, maestro–, quien colaboró con la mítica banda granadina de rock Lagartija Nick, en el celebrado proyecto Omega, original fusión de flamenco con toques de rock, música étnica y electrónica de vanguardia.
PASEANDO POR EL SACROMONTE
Un paseo por el Sacromonte es siempre una experiencia. Se puede elegir entre el día y la noche, pero las sensaciones y posibilidades varían notablemente en cada momento. En general, salvo contadas excepciones, la mayor parte de las cuevas que acogen zambras flamencas suelen desarrollar sus actuaciones en horarios nocturnos, desde las 20:00 o las 22 h. hasta pasada la medianoche. Aun así resulta interesante conocer de cerca la vida diurna del barrio, y algunos bares gozan de impresionantes vistas de la Alhambra y el Valle del Darro. De día es el único momento en que se puede visitar la famosa Abadía del Sacromonte; por lo tanto, si este es nuestro destino, hay que tenerlo en cuenta.
Pero cuando cae la noche el barrio se transforma. Su ambiente sosegado se convierte por arte de magia en un bullicio de transeúntes, nativos y extranjeros, abarrotando calles y locales. El eco de guitarras y de rasgadas voces gitanas se mezclan con el jaleo y las palmas. El barrio es, en sí mismo, un espectáculo.
Otro de los atractivos indiscutibles del amplio panorama artístico–cultural del Sacromonte es la Sala La Chumbera, moderna sala de conciertos y centro de estudios antropológicos y musicales (Centro de Estudios Gitanos de Granada) inaugurada en la década de 1990 y que, desde su nacimiento, ha contado con actuaciones de los mejores artistas, no sólo del flamenco, sino también de otras músicas étnicas y folklóricas, rock, fusión y jazz. Lo que más destaca, a nivel estructural, de esta sala es la increíble cristalera que, al comienzo de cada espectáculo, se descubre tras el escenario, permitiendo al público contemplar una fabulosa vista panorámica del Valle del Darro, coronado por la Alhambra al fondo, un magnífico aliciente visual añadido a los valores musicales del espectáculo de turno. La sala cuenta, asimismo, con un encantador conjunto de jardines típicos aterrazados, un restaurante de cocina típica y creativa, y tres cuevas gitanas.
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Una sucesión de barrancos se va perfilando a lo largo del Camino del Sacromonte, signos de la erosión, la orogénesis y el paso de los siglos. Barrancos perfumados con el aroma del tomillo y el cantueso, la lavanda y el romero, que crecen silvestres entre las abigarradas siluetas de las chumberas y las pitas… En este ambiente, se originan las cuevas y casas-cueva, hábitat troglodita tan peculiar como fascinante, adaptándose al relieve del terreno mediante angostas callejuelas.
El primer barranco que encontramos es el Barranco de los Negros, así llamado porque se cree que los primeros habitantes de sus cuevas fueron los esclavos negros manumitidos por sus amos árabes, tras la rendición de Granada en 1492. Estos africanos eran sirvientes de la guardia personal del sultán y la nobleza nazarí, o criados de palacio. Se cuenta que, aterrados ante la inminente conquista de la ciudad, los moros ordenaron a sus siervos negros que escondieran sus tesoros en el cerro Valparaíso, mientras ellos emigraban en espera de tiempos mejores. Como nunca regresaron a recoger sus tesoros enterrados, posteriormente los negros excavaron en el monte tratando de recuperar las riquezas de sus amos, sin que haya constancia de ningún hallazgo. Muchos acabaron habitando las cuevas que ellos mismos habían excavado, y más tarde se mezclaron con los moriscos y gitanos.
Otra leyenda narra las hechicerías de la vieja gitana Ferminibí, con poderes adivinatorios; la bruja interrogaba en trance al agua y al fuego, tratando de “ver” mágicamente pistas sobre la localización de los tesoros árabes.
En este mismo barranco, lleno de magia y mitología, se ubica el Museo-Centro de Interpretación del Sacromonte, un auténtico museo etnográfico vivo de la cultura y las tradiciones del barrio. A través de una interesante ruta guiada por diversas cuevas, podremos acercarnos al conocimiento directo de su historia y modos de vida, la explotación de los recursos, sus viviendas, talleres y forjas,...
_________________________________________________________________________________Centro de Interpretación Cuevas del Sacromonte. – Calle Barranco de Los Negros, S/N. Telf.: 958221445 / 958215120. Web: www.sacromontegranada.com / Horario (Inv.): Lunes cerrado. Martes – Dom. 10:00–14:00 h. y 16:00–19.00 h. (Verano): 10:00–14:00h. y 17:00–21:00h.
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LA ABADÍA DEL SACROMONTE
Anuladas en el año 1500 las Capitulaciones firmadas con Boabdil que, desde 1492, aseguraban la protección de los mudéjares y su religión, los procesos de cristianización forzada de la población árabe del Reino de Granada afectaron, no cabe duda, de forma especialmente sensible al Sacromonte y el contiguo barrio del Albaycín, tradicionales focos de atracción y refugio para la población marginada. De forma especialmente notable, el Sacromonte se poblaría rápidamente de moriscos (es decir, mudéjares convertidos de buena o mala gana al Cristianismo), mientras sus cerros y barrancos se llenaban, al mismo tiempo, de hordas de buscadores de tesoros, supuestamente escondidos allí -se creía- por los señores árabes antes de 1492.
Pasado algún tiempo, el 18 de marzo de 1588 se produjo un hallazgo fortuito destinado a crear polémica en los años venideros: durante las obras de demolición de la prominente Torre Turpiana –alminar de la Aljama de la Medina, atribuida a tiempos de los fenicios– para construir la Iglesia del Sagrario, apareció entre los escombros una misteriosa cajita sellada. En su interior conservaba un pergamino escrito en tres lenguas –latín, árabe y castellano– con una profecía desconocida de San Juan sobre el fin del mundo, profecía que supuestamente San Cecilio, primer obispo de Granada, habría hecho esconder para que no la profanase nadie, hasta el momento de “ser revelada”. Además, la caja contenía una tabla con una imagen de la Virgen, un lienzo y unos huesos que fueron atribuidos a Santiago Apóstol.
Los pergaminos fueron entregados a importantes traductores, como Don Alonso del Castillo, hijo de moriscos conversos y famoso traductor de textos árabes de la corte de Felipe II, quien a su vez los entregó a otro traductor amigo suyo, también de origen morisco, Don Miguel de Luna. Los extraños resultados de la traducción inquietaron hondamente a los eclesiásticos del momento. La cuestión permaneció siete años sin solución, hasta 1595, cuando unos buscadores de tesoros en el cerro de Valparaíso, hicieron otro hallazgo en una cueva que, si bien igual de enigmático, venía a arrojar algo de luz sobre el anterior de Torre Turpiana: un conjunto de veintidós láminas de plomo, con extrañas inscripciones en una lengua rara –presuntamente, un árabe clásico de rarísima caligrafía–, junto a otras reliquias y huesos.
Las láminas fueron bautizadas desde entonces como Libros Plúmbeos, y tras relacionar este hallazgo con la traducción de la profecía de la Torre Turpiana se sacaron las siguientes (y problemáticas) conclusiones: Cecilio, santo patrón y primer obispo de Granada, era de raza árabe; en la época de su martirio junto a sus discípulos (siglo I d.C.), aquellos santos varones ya sabían, de modo profético, lo que iba a acontecer en el porvenir de España y Granada: fin del reino visigodo e invasión del Islam, reconquista posterior, rendición de la Granada nazarí,…, incluso el descubrimiento de los libros. Los huesos hallados en la cueva eran de San Cecilio y sus discípulos San Hiscio y San Tesifón, puesto que en ellas habrían sufrido su martirio, quemados en cal viva por orden del emperador Nerón o Domiciano. Y, en resumen, que no era del agrado de Dios la intolerancia y represión antimorisca que estaba ocurriendo en España.
El desciframiento de estos contenidos causó lógicamente un gran revuelo en Granada. El entonces Arzobispo Don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones se apresuró a enviar un informe a Roma, poniendo al corriente del asunto a la jerarquía pontificia, y promoviendo la inmediata sacralización del lugar de los hallazgos. Dado el visto bueno (no sin reticencias por parte de la Curia romana) se constituyó por todo el monte Valparaíso un Vía Crucis, en donde realizar solemnes procesiones que recordaran el recorrido de Jesucristo al Calvario. En poco tiempo, todo el camino sagrado se llenó de cruces conmemorativas –1.200 en su momento de apogeo, se dice–, de las cuales hoy quedan apenas cuatro en pie.
En el extremo del Vía Crucis, en el mismo lugar de las Santas Cuevas donde se hallaron los huesos y los Libros Plúmbeos, se construyó en 1607 por iniciativa del Arzobispado una gigantesca abadía, para que sirviera de retiro a los monjes, y de lugar de culto y veneración de los restos San Cecilio y los Santos Mártires, y de custodia de los sagrados Libros Plúmbeos. Así nació la Abadía del Sacromonte. De esa fecha deriva también el cambio toponímico, de Valparaíso a Sacromonte.
Las inscripciones, sin embargo, estudiadas posteriormente con mayor atención, fueron consideradas falsas por el Vaticano en 1682. Probablemente fueron inventadas o malinterpretadas adrede por los traductores Miguel de Luna y Alonso del Castillo, descendientes de moriscos. Los tiempos que corrían no eran buenos para su pueblo, siempre bajo sospecha de falsa conversión –más aún desde la sublevación morisca de las Alpujarras, mitigada en 1571 a costa de mucha sangre–. Posiblemente, ante tal situación, aquellos traductores difundieron intencionadamente una versión errónea de los textos para facilitar la reintegración del pueblo morisco en la sociedad católica. ¿Qué mejor forma de lograrlo, para un eterno sospechoso de falso converso, un morisco, en plena Granada de la Contrarreforma, que mostrar pruebas evidentes (aunque fuera inventándolas) de que el santo patrón y primer obispo de la ciudad, era árabe, si bien un buen cristiano?
Por otro lado, que la misma Virgen anunciara (proféticamente) en fecha tan temprana como el siglo I d. C. todo cuanto iba a suceder en adelante –siglos antes de que ni siquiera el Islam hubiera visto la luz–, era otra forma de desdibujar la magnitud y destruir la lógica de las persecuciones religiosas. Asimismo, se trazaba una evolución histórica para la Granada cristiana, con orígenes claros y fechas exactas; se disipaban las dudas sobre la sincera conversión al Cristianismo de los descendientes de árabes, porque si el mismísimo San Cecilio, siendo árabe, había llegado a ser el más ferviente cristiano –incluso mártir de su fe–, el razonamiento lleva implícita la pregunta “¿Por qué no podían serlo ahora los moriscos?”.
Por último se demostraba que lo árabe era parte indisoluble de la identidad hispana, y se creaban dudas razonables sobre la legitimidad de la conversión forzosa de 1500. En suma, toda una trama cuidadosamente diseñada y premeditada para crear una propaganda pro-morisca que posibilitara la convivencia y la tolerancia en la España contrarreformista, plagada de fanatismo y persecuciones. En cierto modo, tras descubrir la falsedad de los textos, la misma fundación de la Abadía y su razón de ser parecía basarse en una mentira.
Sin embargo la solución fue rápida: se echó la culpa a un grupo de moriscos por la farsa, y todo quedó en paz, sin más, porque no interesaba a nadie en el fondo que decayeran los logros de la fe obtenidos con el suceso. La posible falsedad de los documentos no importó tampoco en absoluto a los fundadores de la abadía, y menos aún cuando los hallazgos se tuvieron aún por ciertos. La rapidez con que se facilitó la declaración, hacia 1600, de la autenticidad de las reliquias es notoria, y desató una calurosa ola de fervor religioso entre los granadinos. La Abadía, durante el siglo XVII, fue de hecho uno de los mayores centros de peregrinación de toda Andalucía.
La Abadía es accesible a lo largo de un sinuoso camino, las famosas Siete Cuestas, bastante empinadas pero de gran belleza paisajística. Este recorrido forma parte del solemne Vía Crucis por donde pasan las romerías de San Cecilio, o la ascensión de la procesión del Cristo de los Gitanos, llenando la noche de hogueras en torno a las cuales se realizan zambras y bailes, con gran participación de lugareños y visitantes. Casi en su arranque mismo, podremos presenciar la recoleta y encantadora Ermita del Santo Sepulcro (siglo XVII), precedidas por su pintoresco crucifijo, lugar de profunda devoción, y en donde es aconsejable detenerse a coger energías antes de empezar la subida a pie.
La abadía del Sacromonte vista desde los jardines del Generalife. Foto: dominio público.
Dentro de la Abadía, trazada parcialmente (colegiata) por el Maestre-aparejador de obras Mayor de la Catedral, el italiano Ambrosio de Vico (m. 1623), veremos en primer lugar el patio claustral, amplio y luminoso, todo porticado y centrado por una bella fuente barroca. El ojo atento observará en los muros y salas del monasterio la presencia repetida del escudo heráldico del fundador, el Arzobispo Don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones, y la esotérica Estrella de Salomón, símbolo ancestral acorde con el papel intelectual de la institución –transmisora del saber– y al carácter de “sabio” que tuvo aquel rey del Nuevo Testamento.
La abadía contó desde su fundación con un importante colegio –por eso fue Colegiata– y una riquísima biblioteca teológica; un incendio en el siglo XIX arrasó gran parte del colegio y su colección –terrible pérdida– pero, aun así, se pudo salvar mucho. Aún hoy la Biblioteca-Museo del Sacromonte conserva, afortunadamente, más de 24.000 volúmenes de diversas fechas, autores y procedencias, de alto interés. Destacan los Libros Plúmbeos –cómo no–, varios incunables, libros de horas, algunos textos árabes auténticos, y el majestuoso original del plano urbano de la Granada renacentista, la famosa Plataforma, que hizo el arquitecto Ambrosio de Vico a finales del siglo XVI (el mismo que fuera también, por aquellas fechas, maestre mayor de obras de la Catedral). Asimismo, es digna de mención su importante colección de hábitos y ropas de los monjes y novicios, y numerosas piezas de valor artístico, como una tabla flamenca de G. David con la llamada Virgen de la Rosa.
La iglesia es un precioso templo barroco del siglo XVII, con adiciones de las dos siguientes centurias. Su retablo mayor, de estilo barroco, obra de Pedro Duque Cornejo (1743), acoge dos estatuas de San Cecilio y San Tesifón, Santos Mártires, y las urnas con sus supuestas cenizas. Por encima se extiende un relieve de la Asunción. Al lado tenemos el sepulcro escultórico del Arzobispo Pedro de Castro junto a sus padres. A la izquierda del crucero se ubica una Purísima de José Risueño. La ornamentación del templo se completa con lienzos de Santiago y San Andrés (Martirio) y otras esculturas, destacando la pequeña pero dulce Virgen de las Cuevas (siglo XVIII) y un excelente Cristo del Consuelo, popularmente llamado “Cristo de los Gitanos” –el mismo que se saca en procesión, en réplica, cada Miércoles Santo–. Una bella mesa de mármoles incrustados con motivos indígenas, fabricada en la América colonial (siglo XVI), se guarda en la Sacristía –regalo del padre del Arzobispo, que fue Virrey del Perú–. Desde la iglesia se accede a las Santas Cuevas, donde se hallaron las láminas de plomo y los restos de los santos mártires.
Estas cuevas se convirtieron en el siglo XVII en la quintaesencia de la Contrarreforma granadina (tanto material como simbólicamente) y en un concurrido lugar de peregrinación. En su interior, parte intrínseca del misticismo del lugar, se encuentran dos grandes piedras, una blanca y otra negra, a las que se atribuyen poderes milagrosos: se dice que las mozas casaderas ansiosas por encontrar novio, deben besar una, y se casarán en el plazo de un año; y las que quieran romper su matrimonio deben besar la otra. El problema está en que no se sabe cómo se romperá el vínculo, y tal vez sea de forma trágica, por muerte de uno de los cónyuges (¡ojo, incluido el que hizo la petición!). Las Cuevas conservan también un crucifijo que usaba, supuestamente, en vida el famoso San Juan de Dios, el llamado "Santo de los Pobres".
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La Romería de San Cecilio. – Cada año, el 1 de febrero, se celebra la famosa Romería de San Cecilio en el Sacromonte, una de las fiestas religiosas más populosas y atractivas de Granada. Ese día las Siete Cuestas y los alrededores de la Abadía se llenan de gente, música y folklore, con abundancia de comida y bebida, risas y espectáculos. Más tarde, en Semana Santa, la noche del Miércoles Santo, la procesión del Cristo de los Gitanos lleva al Cristo del Consuelo desde el centro hasta la Abadía; el Sacromonte se llena de hogueras y música hasta el alba, con protagonismo del pueblo gitano.
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