sábado, 14 de julio de 2012

El Albaycín Alto (III): desde San Nicolás a Miguel Bajo y la Casa del Gallo y la Puerta de Monaíta

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   La Plaza del Mirador de San Nicolás , quizás la más famosa no sólo del Albaycín, sino de toda Granada, debe su nombre a la presencia de la iglesia del santo homónimo, muy querido en la ciudad. Es, sin duda, uno de los pocos espacios públicos realmente amplios del Albaycín, barrio cuya raigambre árabe y morisca, somo sabemos, destaca por su trama de callejuelas antiguas, estrechas y a menudo encantadoramente angostas. Desde su celebérrimo mirador, que es la plaza misma, se disfruta de las mejores vistas de la ciudad, la Vega granadina, Sierra Nevada, y, en primer término, la majestuosa Alhambra.
Punto de encuentro para todos y de todos, de albaicineros de toda la vida y de turistas de todas las procedencias y naciones, resulta incluso divertido, por así decirlo, observar, mientras se admira el sorprendente paisaje, las obras de los artistas y artesanos ambulantes que exponen sus obras aquí, mientras resuena de fondo el son de las guitarras flamencas y los palmeros y cantaores de flamenco (frecuentemente espontáneos). De vez en cuando, las gitanas se sientan a vender castañuelas o baratijas con cierta gracia o donaire. 
     La fama, hoy en día acrecida a nivel mundial, de este entrañable mirador ha aumentado, aún más si cabe, desde la visita oficial  Granada del presidente estadounidense Bill Clinton, allá por el año 1996, quien aseguró haber contemplado desde este lugar “la puesta de sol más hermosa de toda su vida”. Por su parte, en 1974 el historiador local Luis Seco de Lucena afirmó que el lugar “constituía un alivio para el espíritu fatigado por el ajetreo del inquieto vivir de nuestro tiempo”. Si don Luis hubiera vivido para ver el aspecto actual de la plaza, abarrotada día y noche de visitantes foráneos y nacionales, posiblemente hubiera alucinado.
     La Plaza de San Nicolás corresponde a la planicie más elevada de la primitiva Alcazaba Qadīma (Vieja) de los Ziríes, de la que constituía su centro y plaza de armas. En época nazarí (siglos XIII-XV) no estaba tan despejada como en la actualidad, puesto que allí se ubicaban numerosas casonas y mansiones árabes, como el bello carmen del Palacete del Harmez –lamentablemente inexistente, pues fue derrumbado hacia 1850–, en donde la leyenda nos habla de una de las primeras reuniones diplomáticas entre delegados moros y cristianos, en 1491, para tratar sobre los pormenores de la rendición y entrega de una Granada asediada por todos sus costados, por las tropas de los Reyes Católicos.
     Sobre una desaparecida mezquita anónima se erigió la actual Iglesia de San Nicolás, proyectada y construida en estilo mudéjar por Don Rodrigo Hernández (S. XVI). Preservando la mayoría de sus rasgos originales, el templo fue más tarde fruto -o víctima- de una profunda pero necesaria reconstrucción y restauración, obligada (hacia 1937-1939) en todo caso, dados los daños sufridos tras el incendio sufrido en 1932 tras una revuelta de grupos de exaltados anticlericales (fenómeno que también se produjo, contemporáneamente, en otros lugares de la geografía española).
     Sus fascinantes mescolanzas de estilos, goticistas, renacentistas tempranos y mudéjares sobreviven gracias al buen hacer de sus restauradores: el arquitecto Prieto Moreno y el profesor Jiménez Huertas. Se trata de una deliciosa iglesia de nave única, o tipo cajón, como se suele decir, sustentada por arcos apuntados (una reminiscencia gótica tardía), sin capilla mayor diferenciada pero con varias capillas abiertas en los laterales. Las cubiertas y techumbres juegan con armaduras mudéjares y bóvedas de crucería góticas. En el exterior destaca su torre lateral y, en un costado, un pequeño pilar renacentista de piedra, que hasta hace pocos años daba todavía agua.A escasos metros del templo de San Nicolás, apuntando directamente a la Alhambra, destaca el prominente Aljibe de San Nicolás, clara muestra de que aquí hubo en otros tiempos una mezquita (por la importancia que tenía el agua, como elemento purificador, en el mundo religioso y el culto de los musulmanes, como sabemos). Sus notables dimensiones (62 m3. de capacidad, 23,5 m2 de planta y 5,15 m. de alto) y los aires barrocos de la decoración de su brocal, demuestran sin embargo que el aljibe que actualmente vemos es, sin embargo, una obra cristiana del siglo XVI, que vino a sustituir a la cisterna árabe anterior.

La Plaza de San Nicolás nevada, un día de invierno de 2006, con su gran crucifijo de piedra ornamental
en su centro mismo, mirando a la Alhambra. // Foto: Antonella Picariello (2006).


     Al lado de San Nicolás, tenemos la joven Mezquita Nueva, inaugurada hace una década larga por la notable Comunidad Islámica de España, con gran protagonismo en la sociedad granadina contemporánea. Parte de sus cimientos se alzan sobre materiales cuya datación arqueológica coincide con los de la desaparecida ciudad iberorromana de Ilíberis, madre verdadera de la actual Granada. Como recinto sagrado en activo que es, para los musulmanes locales, no puede ser visitada (a menos que profesemos el credo mahometano), pero sí se puede entrar sin problemas en su pequeño pero dulcísimo jardín o patio-mirador.
     Descendiendo de las alturas de San Nicolás unos pocos metros, a espaldas de la llamada Placeta del Abad, se encuentra el Convento de Santo Tomás de Villanueva (S. XVII), más conocido, popularmente, como el “Convento de las Tomasas”, sobrenombre con que se conoce a sus monjas Agustinas Recoletas desde tiempos inmemoriales, por el santo de su advocación. Convento y templo están adosados a un fragmento de muralla árabe con una pintoresca torre de tapial anexa, vestigios de la cerca  amurallada que protegía la Alcazaba Vieja de los Ziríes, desde el siglo XI. Artísticamente, lo que más destaca del convento es su sencilla portada rectangular con una pequeña hornacina en su tramo superior, protegida además por un típico alero o tejadillo a dos aguas. Arriba del todo, resalta una grande y orgullosa espadaña (campanario).
     A poca distancia, bajando por la Cuesta de las Tomasas tenemos el Aljibe de las Tomasas, uno de los aljibes más antiguos (zirí, siglo XI) y de los más grandes por su capacidad y dimensiones, del Albaycín: 154 m3, y 46 m2 de planta. En época cristiana, se construyó sobre sus bóvedas la actual Cuesta de las Cabras, quedando así “aprisionado” por el muro de piedra y cantos rodados del callejón. El Aljibe de Trillo, si seguimos bajando por la Cuesta de las Tomasas, es otro ejemplo magnífico de este tipo de cisternas musulmanas, y fue otro de los más importantes de su época (nazarí, siglo XIV), con una capacidad de almacenamiento hídrico notable (50 m3.) Destaca, en su decoración, su arco de herradura apuntado entre impostas de arenisca (una adición evidentemente cristiana, del siglo XVI temprano), y el arco escarzano, también cristiano, de su brocal; el alfiz estuvo ricamente decorado de azulejos moriscos, que lamentablemente desaparecieron tras una reforma penosa, ejecutada en el siglo XIX, sin prestar demasiada atención al valor de su decoración arábiga.
     Tomando la larga calle empedrada Camino Nuevo de San Nicolás, toparemos con otros tantos lugares de indudable interés, como el Carmen-Museo de Max Moreau, vivienda del célebre pintor belga, que encontró en Granada tanto su hogar como un formidable lugar de inspiración. Conserva los muebles y utensilios personales originales –paletas, pinceles, bocetos, lienzos, caballetes...– y su última obra inacabada. Pero ahora, sigamos avanzando.
     Un gran parque público aterrazado, con fuentes y jardincillos geométricos, fue recientemente inaugurado (2006) entre la Placeta del Cristo de las Azucenas (antiguo foro romano de Ilíberis) y la calle Sta. Isabel la Real. Restos de estructuras antiguas se pueden ver, protegidas por paneles de cristal, en un lado de la plaza, junto a los pinos. Una callejuela lateral desciende hacia la Calle Tiña –parte del antiguo arrabal del al–Senēd o Zenete– donde se ubica, en su número 28 el antiguo Hospital de la Tiña (Casa del Marqués de Zenete), construido sobre un palacio nazarí tardío (siglo XV) propiedad de los Ibn Nāsr, por orden del Marqués de Zenete. Además de la capilla y una sobria portada de piedra con heráldica, conserva varias columnas nazaríes originales en las galerías del patio.
     El Convento de Santa Isabel La Real fue una de las fundaciones monásticas impulsadas por los Reyes Católicos más importantes de la Granada del S. XVI temprano. Isabel la Católica sentía auténtica predilección por la Orden de los Franciscanos, por lo que se hizo necesario –y extremadamente urgente tras la Toma, en el pensamiento de la reina– fundar este convento en el corazón del Albayzín, barrio de población mayoritariamente árabe y morisca, para acoger al sinfín de monjas franciscanas que acudían a la ciudad. Destinó como dotación gran parte del recién adquirido palacio nazarí de Dar al–Horra. La elección de la advocación del convento no fue nada casual; reina y santa comparten algo evidente: el nombre. La entrada está restringida a las horas de culto.
     El programa constructivo e iconográfico del templo conventual refleja a todas luces la inclinación de los Reyes Católicos hacia el Gótico como lenguaje artístico predilecto (estilo repetido insaciablemente en casi todas sus fundaciones). Pasado el compás, a la izquierda, tenemos la bellísima portada que diseñó el insigne Enrique Egas para la iglesia, claro ejemplo del Gótico tardío en estado puro –tendencia que, en ocasiones, se ha denominado también “Gótico isabelino”, en honor a la reina–. En las albanegas de un grandioso arco mixtilíneo, se insertan los emblemas de los Reyes Católicos: las iniciales Y (inicial tanto del “Yugo”, su otro símbolo, como de “Ysabel”) y F (para las flechas y el nombre de su esposo, Fernando). Una fantástica armadura de limas apeinazada cubre la nave única, mientras la Capilla Mayor, soberbia obra de Pedro de la Calle, se cubre con una grácil bóveda que adopta el modelo colgante típico del arte Gótico inglés. El campanario, sobre el viejo minarete reformado de la mezquita– está ricamente adornado con vistosos azulejos policromados mudéjares. El claustro conventual –difícilmente visitable, dada la clausura– está peristilado en sus cuatro lados y dos alturas; son muy interesantes las cubiertas de lazo de madera noble de la escalera.
     Hemos llegado a la Plaza de San Miguel Bajo, precedida por la prístina presencia de la Iglesia mudéjar de San Miguel Bajo (S. XVI). Como tantas otras de su tipología, fue edificada hacia 1530 sobre una mezquita anterior (consagrada para el culto cristiano en 1501), de cuyo recuerdo nos queda parte de la torre-campanario de la esquina –correspondiente al alminar primitivo, reformado por los castellanos– y un aljibe árabe del siglo XIII en buen estado de conservación, visitable desde el interior del templo (una perfecta ocasión para conocer de cerca las cisternas árabes). El aljibe consta de arco de herradura apuntado sobre columnas de origen romano (reutilizadas por los musulmanes), mientras el brocal se cubre con un arco escarzano de ladrillo. La portada clasicista de piedra del templo, sobreelevada respecto la calle mediante una escalinata, es obra de Diego de Siloé. Interiormente, su nave única se divide mediante arcos de diafragma que sustentan un gran techo de faldones; la Capilla Mayor se cubre, en cambio, con una preciosa armadura ochavada de limas. Son de interés las tallas tardobarrocas, obra de Torcuato Ruiz del Peral, como la efigie de San Miguel en el Retablo Mayor consagrado al arcángel.
     En el otro extremo de la plaza, se perfila la silueta de una gran cruz, rodeada de flores, velas y ofrendas vecinales. Al igual que la cruz de San Nicolás, el Crucificado de Plaza San Miguel Bajo –“Cristo de las Azucenas”– anuncia a los espectadores, a modo de heraldo pétreo, la proximidad de un lugar sagrado –la iglesia–, constituyendo en sí misma, a la vez, un objeto sacro y simbólico. La cruz, al igual que tantas otras, sufrió la furia de las revueltas anticlericales durante los momentos más turbulentos de la Segunda República (1932), debiendo ser restaurada profundamente –de ahí su apodo de “Cristo de las Lajas”, por las grandes grapas de hierro con que se unieron sus fragmentos–. La plaza cuenta con algunos bares y terrazas muy populares, visitadas por los dicharacheros vecinos y los músicos callejeros. En una casa, cuelga un gracioso cartel de un pequeño negocio familiar de prensa y bebidas: “Prensa y De Too”. Al otro lado, se abre tímidamente el Callejón del Gallo. Esta es la principal vía de acceso al famoso Palacio de Dar al–Horra o Casa del Gallo, continuación de nuestra visita.     El nombre Dar al–Horra, traducido al castellano, significaría algo así como “Casa” o “Palacio de la Sultana” o “de la Honesta”, dado que hūrrā (horra) es un término árabe alusivo a las damas virtuosas, que acabó aplicándose en general a todas las mujeres nobles y reinas nazaríes. También se le conoce románticamente como El Palacio de la Mujer Libre, en alusión a su legítima propietaria, la poderosa Aixa, madre de Boabdil. La fecha de construcción del palacio–almunia árabe (finca ajardinada de recreo) es muy tardía, finales del S. XV, y fue creado sobre una amplia parcela de huertas intramuros de la alcazaba Qadīma (Vieja) coincidiendo en cuanto a su emplazamiento con el solar del primitivo Alcázar del rey zirí Badis (1038–77). Al parecer, la “Honesta” Aixa fijó su residencia aquí, despechada, durante el período de adulterio de su esposo, Muley Hacén, con la cautiva cristiana Isabel de Solís/Zoraya. La vivienda y sus magníficas huertas se abastecían de agua mediante una ramificación de la Acequia de Aynadamar, visible hoy en la parte trasera del palacio (Callejón de las Monjas). En efecto, el hoy llamado Arco de las Monjas no es ningún ornamento urbano, sino un pequeño acueducto que permitía al agua “saltar” aéreamente la calle y entrar en palacio mediante un canalillo sobre el arco.
     Tras la Toma de Granada (1492), la sultana Aixa, madre del vencido Boabdil, se vio obligada a vender con pesadumbre todas sus posesiones a los Reyes Católicos, como las Huertas de la Almanxarra (Realejo), y su apreciada almunia de Dar al–Horra. A continuación, los reyes cedieron la almunia a su secretario Don Hernando de Zafra, señor de Castril. Sin embargo poco después, Dª. Isabel recuperó el palacio y fundó en parte de su solar el Convento franciscano de Santa Isabel La Real, erigido sobre el área de huertas y salas de menor interés artístico –si bien se demolió una mezquita de la que sólo queda el minarete, hoy campanario mudéjar–. Por fortuna el área residencial y más lujosa del palacio quedó indemne, conservando gran parte de su aspecto original (salvo ciertos leves “retoques cosméticos”, ejecutados por los obreros cristianos.
     El palacio-almunia se organiza en torno a un patio rectangular, con crujías dispuestas en los cuatro lados y a doble altura (el segundo piso es una adición castellana, para uso del convento colindante). Dos líneas de pórticos con arquerías se disponen en los lados menores, formando tríadas de arcos peraltados de acceso a las salas principales, rectangulares y con alcobas laterales –alhanías–. Los lados mayores del patio, carentes de arquerías, acogían las estancias secundarias, destinadas al servicio y a usos polivalentes. Una alberca rectangular centra el patio, aportando frescor y belleza al conjunto. El alicer del alero conserva ciertas inscripciones epigráficas con versos coránicos originales.
     El pórtico Norte tiene tras su arcada un alfarje de madera árabe original, apoyado sobre columnas de mármol blanco con capiteles cúbicos. La sala noble destaca por la inesperada lindura de sus alhanías, con los alfices de los arquillos ricamente decorados con inscripciones. No es menos notable el conjunto de vanos y ventanucos del mirador superior, con una ventana central germinada –de reciente restauración– o los techos de los aposentos, con alfarjes y armaduras de maderas nobles. Desde la galería superior (terraza–mirador) se aprecian fabulosas vistas del Albayzín, Granada y la Vega. Una escalera acoge lindísimos nichos –“taquillas” o taqqā– con arcos gallonados. Casi todas las ventanas aquí son restauraciones del siglo XX, muy bien conseguidas; aunque, no obstante, el lado Este conserva restos originales. Destaca un peculiar motivo sobre la portada del mirador: un arco con estrella de doce puntas, con inscripciones en letra cúfica. El pórtico Sur y su sala noble han sido tal vez las partes más modificadas del recinto, dado que en el siglo XVI, acogió una capilla de una enfermería cristiana (hoy desaparecida). Pese a tantos cambios, aún conserva su triple arcada árabe original.
     Este palacio de Aixa fue conocido también como Casa del Gallo del Viento, al parecer por una leyenda recogida por Washington Irving, que asegura que el lugar contaba, en su tejado más alto, con una veleta en forma de gallo, sobre la cual una figurilla de bronce que representaba a un caballero con lanza, giraba no hacia donde soplara el viento, sino, “mágicamente”, hacia el lugar de donde venía el enemigo, señalando y previniendo cualquier amenaza que se cerniera sobre Granada. Aben–Habuz, un oficial del ejército de Tarik en tiempos de la conquista de España (711) y primer alcaide de Granada, puso el jinete de bronce allí como recordatorio a los musulmanes de que, eternamente rodeados de enemigos, su supervivencia dependía de estar siempre alertas y dispuestos para la lucha.
     Saliendo de la Plaza San Miguel Bajo, se llega a la cima del Carril de la Lona, larga calle en cuesta, flanqueada de muretes bajos y chumberas. Su nombre proviene de una antigua fábrica de velas de lona para la Marina, del siglo XVI (hoy inexistente), y de una casa cristiana de vecinos en fase de restauración (Casa de la Lona). Bajo nuestros pies se extiende ahora el espacio del antiguo arrabal árabe de al–Senēd, hoy llamado Cenete. Ante nosotros se extiende un embriagador panorama de la ciudad, extendiéndose por la Vega, distinguiéndose la estación de trenes, el Triunfo, las cúpulas y torres de San Jerónimo, la Catedral y San Juan de Dios, y en la lejanía la distante Sierra Elvira, envuelta en la bruma de la Vega. Bajando el Carril enlazamos de nuevo con Cuesta Alhacaba. En la parte media del Carril de la Lona, a la derecha, sorprende la aparición de un conjunto de decrépitas murallas árabes, replegadas para conformar una llamativa torre-puerta: estamos ante la Puerta de Monaíta

Puerta de Monaíta, o Arco de la Erilla, antigua puerta amurallada de la Alcazaba Vieja de los Ziríes (siglo XI).
Foto: public domain / dominio público.

     Su nombre original fue Bab’al–Unāydār (“Puerta de la Erilla”), y es una de las puertas más antiguas de Granada, construida mediados del siglo XI, coetáneamente a las obras de fortificación de la Alcazaba Qadīma (Vieja). La última restauración (finales del XX) le añadió la puerta de madera que cubre el arco, tratando de recuperar el aspecto que debió tener en origen, con hojas de madera reforzadas con hierros, que se abrían entre un doble arco de herradura, hecho de lajas de arenisca de las minas de La Malahá. La puerta tuvo un torreón de mampostería encintado en su lado Norte, y un sistema –aún visible– de rampas graduales escalonadas que dificultaban el acceso frontal. A través de la puerta se accedía a un patio amurallado y un camino en recodo hasta el corazón de la Alcazaba.
     Desde esta impresionante puerta fortificada, y por otro lado desde el Arco de las Pesas, baja en línea recta hasta Puerta Elvira un fragmento superviviente de la primitiva muralla Zirí (actualmente en investigación arqueológica). Esta muralla original del siglo XI (presunta obra de Badis), fue reforzada por los sucesivos emires durante todo el período islámico. Pero descuidada por los cristianos, que no vieron en ella interés estratégico, acabaría derrumbándose parcialmente. Consta de dos tramos bien diferenciados, cuyo nexo medio sería la Puerta Monaíta. Un primer tramo de muralla (de unos 200 m. de longitud), parte desde Arco de las Pesas hasta la puerta, conservando varias torres (en diferentes estados de conservación), tres de planta rectangular o cuadrada, mientras el resto son semicirculares. Una se distingue del resto: una albarrana, tipo de torre defensiva exenta o apartada de la muralla, con la que se conecta mediante un puente al nivel del adarve. Desde la albarrana parte otra porción de muralla con siete torres rectangulares muy próximas entre sí, y ligeramente más pequeñas respecto a las primeras. Esta porción de cerca es perfectamente visible desde la C./Aljibe de la Gitana o desde varios puntos de Cuesta Alhacaba. Para hacernos una idea de conjunto de estas murallas, un punto de observación óptimo es el mirador de San Cristóbal.
     El siguiente tramo, entre las puertas Monaíta y de Elvira, fue partido por los cristianos cuando abrieron el Carril de la Lona y ampliaron el viejo arrabal del Zenete; esta muralla está hoy adosada a casas modernas (véase Cuesta de Abarqueros).
     El barrio del Zenete, un pequeño conjunto de viviendas y cármenes dentro del Albaycín, conserva fielmente en su toponimia y aspecto el trazado del primitivo arrabal árabe que fue hasta el siglo XVI, barrio que corría paralelo a Calle Elvira y trepaba colina arriba –extendido grosso modo entre las puertas Elvira y Monaíta por un lado, y hasta el Hospital de la Tiña por otro–. Antaño tuvo una importante calle “real” (Mamār al–Senēd) plagada de bellos palacios moros entre los siglos XI–XV, hoy desaparecidos, o muy modificados por las reformas seculares, como dicho hospital.
     Bajando desde Plaza San Miguel Bajo por la Placeta Cauchiles y, desde allí, por Calle San José, no resulta nada difícil descubrir, entre cármenes con bellas tapias cubiertas de jazmín y madreselva, la notoria presencia del alminar de la Iglesia de San José. Este minarete, reconvertido en el siglo XVI en campanario de uso cristiano, es uno de los mejores alminares árabes conservados en la ciudad, compitiendo en antigüedad, altura e importancia con otros tan famosos como el de San Juan de los Reyes. Importancia indiscutible, si tenemos en cuenta que es el único alminar conservado, además, en toda España de un tipo anterior al almorávide –siglo XI, tipo zirí–. Esta joya artística se mantiene, por suerte, casi exactamente igual de cómo fuera en su origen, cuando formaba parte de la desaparecida mezquita de Al–Morabitín, una de las rábitas más importantes de la Granada zirí, regentada por un grupo de monjes-guerreros islámicos (morabitos), famosos por su rigor ascético, su fe inquebrantable y su valor combativo. La iglesia, erigida en 1525 sobre la rábita, fue proyectada por Carlos V como templo para usos nobiliarios y punto de reunión de varias Hermandades religiosas. Su preciosa Capilla Mayor fue principalmente costeada por la mecenas Dª Leonor Manrique, pariente del Gran Capitán, y usada por algún tiempo como lugar de enterramiento privilegiado para la nobleza del Albayzín. Su bellísima cruz de taracea que saca en procesión el paso del Silencio –Viernes Santo– es digna de ver, única en su género. El fabuloso Cristo de la Misericordia es obra del insigne imaginero granadino José de Mora (1642–1724), mientras las tallas de San Cayetano y San José y el Niño son del escultor accitano tardobarroco Torcuato Ruiz del Peral. Uno de los retablos más bellos de este templo fue decorado por el pintor renacentista Juan Ramírez (S. XVI). Por último, el Cristo en la columna ha sido atribuido a Diego de Siloé en su faceta de escultor.
     Desde este punto, podemos llegar a la Cuesta del Perro Alta, que conecta a su vez con la Iglesia de San Gregorio Bético y las Teterías. Pero nosotros, ahora, retrocederemos hasta la Puerta Monaíta, para descender hasta la Cuesta Alhacaba.
     Decir Cuesta de Alhacaba es una redundancia, puesto que alacaba, precisamente, significa “cuesta” en árabe. Se trata, junto con la del Chapiz, de la calle–cuesta más empinada y larga del Albayzín, y es uno de sus ejes principales, igual que antaño lo fue del arrabal nazarí. Más rincones típicos albaycineros nos esperan en ella. Siempre es agradable pasear sin rumbo, descubriendo bellos cármenes escondidos entre placetas y tapias tapizadas de hiedra y jazmín.
     Acabado el descenso de Alhacaba, tenemos la Plaza de la Merced. Desde su vecina del Triunfo, girando a la derecha, empieza la cuesta de la Acera de San Ildefonso, junto al Gobierno Militar (antiguo monasterio de la Merced, exclaustrado y reformado en el S. XIX). Presidiendo una plazoleta con jardincillos y columpios infantiles, se destaca la hermosa Iglesia de San Ildefonso, convertida en parroquia en 1501 y construida en 1530–59 en respuesta a las demandas espirituales de la feligresía del Albayzín Bajo –arrabal extramuros de Rabād’asīf, junto a Puerta Elvira–. La iglesia está bajo tutela del Opus Dei. Templo de estilo Mudéjar con retoques platerescos y renacentistas, sigue el esquema de nave única rectangular con capillas laterales (5 por cada lado, excepto una, reservada a la torre). La fachada acoge una hermosa portada de piedra, un arco romano sobre pilastras (modelo siloesco), trazado y ejecutado por el maestro Juan de Alcántara, discípulo de la escuela de Diego de Siloé (S. XVI). Sobre el arco resalta el relieve de la imposición de la casulla a San Ildefonso por la Virgen, obra de Diego de Aranda –un tema típico de la iconografía ildefonsina– mientras las enjutas acogen los escudos del Arzobispo Guerrero. La nave se cubre con una armadura de madera mudéjar de siete pares de tirantes más ocho piñas de bellísimos mocárabes, obra de Martín de Escobar. Sobre los arcos formeros, ocho lienzos de la escuela granadina del XVII muestran imágenes de la Virgen, y Vidas de Cristo y los Apóstoles.
     Las capillas laterales rezuman barroquismo. El famoso artista Alonso Cano fue bautizado en la primitiva Capilla Bautismal, en 1601; hoy está decorada con pinturas de alegorías eucarísticas (1765). Algunas esculturas, como la Virgen María con el Niño o la Soledad siguen modelos de José de Mora. La siguiente capilla conserva parte del primitivo retablo del Altar Mayor, basado en un diseño de Ambrosio de Vico, ensamblado por Miguel Cano (padre de Alonso). García Corrales pintó en 1604 las tablas de la Pasión de Cristo y la Vida de San Ildefonso. Otras capillas atesoran también piezas de un alto valor artístico: tallas de José Risueño como el Cristo de la Pasión en su capilla, y un San Antón en la Capilla de la Inmaculada. Un San Antonio de Torcuato Ruiz del Peral (siglo XVIII) se aloja en la preciosa capilla de las Ánimas del Purgatorio, rica en mármoles y columnas salomónicas, la cual presenta dos curiosas calaveras coronadas, con corona y tiara pontificia, respectivamente. Diego de Mora esculpió en 1725 la Virgen de la Merced sedente para su capilla, en donde también hay un sobresaliente San Pedro Nolasco de Alonso de Mena. También tenemos, lógicamente, una capilla en honor a José María Escrivá i Balaguer, reconsagrada con motivo del centenario del fundador del Opus Dei (02/01/2002) y de su canonización por Juan Pablo II en el año 2002 El santo aparece en un lienzo de Arnaldo Pareja, de rodillas ante la Virgen.
     En la cabecera del templo resalta el magnífico retablo del Altar Mayor, considerado como una de las obras maestras del Barroco andaluz del siglo XVIII. Risueño lo talló a partir de un diseño previo de Blas Moreno, al que añadió una preciosa armadura de ocho paños con piña geométrica centralizada. Al genio de Risueño también se debe la pintura de la Virgen como Nueva Eva. El altar mayor acoge además varias obras de la escuela granadina barroca del XVIII; del taller de Tomás Ferrer, la Casa de Nazaré. Por último debemos reseñar que, a ambos lados del órgano de coro, se ubican dos lienzos sobre la Virgen, que estuvieron algún tiempo en la Catedral hasta que Alonso Cano acabó los definitivos.



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