martes, 15 de enero de 2013

La Cartuja de Granada

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MONASTERIO DE LA CARTUJA DE GRANADA

   La orden de los Cartujos surgió en torno a la figura de San Bruno (Colonia, 1027-Calabria, 6 oct. 1101). Bruno fue canciller y maestre de la catedral y la escuela catedralicia de Reims durante algún tiempo, trabajos que desempeñó con esmero y atención; pero llegó un momento en su vida en que empezó a sentirse incómodo con la vida en la ciudad.
Optó entonces por trasladarse a Grenoble, región agreste y poco poblada por entonces, buscando un lugar de retiro. Allí, el obispo (futuro San Hugo) le proporcionó un lugar en los Alpes Franceses, a 1.300 m. de altitud, en la Valle de Cartuja -del que tomará el nombre la orden- para que construyera un cenobio junto a sus otros compañeros, Landuino, Esteban de Die, Esteban de Bourg y Hugo, y los seglares Andrés y Guerin. El eremitorio primitivo no era más que un sencillo conjunto de pequeñas y humildes cabañas, en las que cada monje vivía en absoluta soledad, unidas tan solo por una galería para la escasa vida comunal.
   Seis años después, Urbano II requirió a Bruno como consejero en Roma. A pesar del desagrado que causó en él el requerimiento del Papa, acudió con premura. Sin embargo, sólo permaneció unos pocos meses en la Urbe, pues quedó horrorizado con los excesos que presenció en la corte pontificia. Rechazó incluso la oferta del Papa de dirigir el arzobispado de Reggio-Calabria. Urbano, comprendiendo el carácter contemplativo y amante del retiro de su humilde servidor, encargó a Bruno la fundación de otro ermitorio en los bosques de Calabria. Bruno aceptó esta tarea de buen grado. Allí moriría, en su nueva fundación, el 6 de octubre de 1101. La Orden de los Cartujos nacerá oficialmente en 1140, durante el priorato de San Anselmo.

Vista general del hermoso Monasterio de la Cartuja de Granada.
Foto: Germán Poo-Caamaño. / Wikimedia Commons (CC).
 
  Las finalidades principales de la vida de los cartujos son la "contemplación" y la vida en soledad. La comunidad tomó siempre como modelo a seguir el ejemplo de la Cartuja primitiva de San Bruno, en el valle alpino del mismo nombre. Se dividía internamente en monjes, que vivían en la soledad más estricta, dentro de celdas, de las que podían salir sólo en las ocasiones previstas; y legos, dedicados a las actividades subalternas cotidianas. El período de espera para un monje hasta ser ordenado se podía prolongar durante 19 ó 20 años como novicio, donante o postulante. En épocas posteriores, el tiempo se redujo a 11 años, y hoy día es de unos 8 ó 9. Los monjes no salen de su celda más que para la obligada liturgia diaria, para la comida de los domingos y, en muy contadas ocasiones, cuando debieran reunirse para deliberar sobre cuestiones importantes. En la celda, cada monje realiza la mayor parte de su vida: lectura, oración y trabajo duro, y casi ningún placer para su carne mortal. Eso sí: una vez al año, salían  a dar un largo paseo en el exterior, durante todo el día. 
   En la Sala Capitular se daba cuenta de las defunciones de los hermanos. Cuando alguien quería ingresar en la Orden era aquí donde se tomaba tal decisión: entonces, a cada monje se le entregaba una habichuela blanca y otra negra. La votación se hacía en el más absoluto secreto, guardándose la habichuela en una caja de madera: la blanca si el voto era afirmativo y la negra si era negativo. No muy lejos de la Sala Capitular y de la entrada de la iglesia, existía en todas las Cartujas la llamada Tabula –“tabla”, en latín–, que era un gran cuadro en el que se encontraban escritas todas las directrices respecto a las enseñanzas de los oficios y la vida comunitaria. En la Tábula, el monje leía las instrucciones concretas, sin tener que preguntar a nadie (preservando el voto de silencio). Los legos tenían la misión de asegurar con su trabajo los diferentes servicios de la comunidad: cocina, carpintería, jardinería... Solían disponer de su propia Sala Capitular.
   Los domingos (o durante fiestas especiales), único día de la semana en que todos los monjes se reunían a comer juntos en el refectorio, estaba terminantemente prohibido dirigirse verbalmente a un hermano o entrar en su celda; los propios monjes se encargaban de limpiarla, dejando la ropa sucia en la puerta, para que los legos la recogieran y lavaran. Al lego le solía estar permitido pasar más horas al día fuera de su celda, dada su actividad de trabajador subalterno –vital para el buen funcionamiento de la comunidad–, pero su dieta alimenticia era tan frugal como la de los monjes.
   El monje cartujo comía una sola vez al día una comida completa, y por la noche cenaba -si llega a hacerlo- un poco de pan con agua. Los viernes sólo comían pan y agua, tanto en el almuerzo como en la cena, y en Cuaresma directamente no se cenaba. Cada monje podía tomar diariamente medio litro de vino, pero muy mezclado con agua -y de pésimo sabor, más bien peleón-, salvo los viernes, cuando las comidas iban exclusivamente acompañadas de agua. El consumo de carne estaba prohibido de por vida, y en Adviento y Cuaresma se prohibían también los lácteos de cualquier tipo.
   Durante las comidas comunales en el refectorio -una de esas raras ocasiones en que se reunían todos los monjes del monasterio, aunque de manera más bien callada y sigilosa-, un monje-lector acompañaba los frugales ágapes con lecturas de pasajes bíblicos, para fomentar aún más la espiritualidad. Una vez finalizada su lectura, ese monje podía bajar del púlpito a comer con los demás.
   Monjes y legos comían en la misma estancia, pero separados por una rejilla de madera o celosía, para evitar que se mezclaran, lo que remarcaba la distinción interna. A pesar de una vida tan dura, disciplinada y retirada del mundo, en la que hasta el goce de la comida era considerado un mal, un hábito pecaminoso, los cartujos siempre se distinguieron por su increíble vigor físico. Se cuenta que el papa Urbano V el Beato (1309--1370) quiso cambiar, en cierta ocasión, la normativa cartuja de no comer carne, por creer que tal restricción alimentaria podría suponer, a la larga, un problema perjudicial para la salud de los monjes. Sin embargo, éstos, temerosos de que la medida papal pudiera quebrantar su rígida (y, paradójicamente, amada) disciplina, enviaron para protestar ante Urbano V una delegación de veintisiete monjes, cuyas edades oscilaban... ¡entre los 88 y los 95 años! Cuando el pontífice recibió aquella delegación cartuja de vejestorios, y se enteraron de que habían realizado todo el camino a pie hasta Roma, abandonó de inmediato su proyecto inicial.


   La Cartuja de Granada se levantó en los terrenos de una antigua finca de recreo árabe, llamada Aynadamar, o Fuente de las Lágrimas, famosa por su riqueza en agua y árboles frutales. Don Gonzalo Fernández de Cordoba, el Gran Capitán, fue durante la Guerra de Granada (1482-1492) sorprendido por una emboscada de los musulmanes en estos parajes, y logró escapar ileso de puro milagro, razón por la cual quiso construir, posteriormente, en este lugar una casa "a Dios consagrada donde a todas fuese servido y adorado."
   Contemporáneamente, la comunidad de cartujos del Paular decidía promover la edificación de una nueva Cartuja, dependiente de la del Paular, pero en otro sitio. En 1506, el padre Juan Padilla, prior de la cartuja de las Cuevas de Sevilla y Visitador de la Orden, se entrevistó con el Gran Capitán y su esposa, Doña María de Manrique. Al final de las negociaciones, el piadoso matrimonio se ofreció para correr con los gastos de las obras en Aynadamar, a cambio de hacer de este nuevo Monasterio el lugar de enterramiento para ellos y sus descendientes. Así se acordó, pero ciertos desacuerdos a posteriori con los monjes hicieron desistir a la pareja de su idea inicial de ser enterrados aquí (luego, acabaría en el Monasterio de San Jerónimo, en el centro de Granada). La muerte del Gran Capitán en 1515 también interrumpió brusca y momentáneamente las obras de la nueva Cartuja, hasta 1519. En 1545, la Cartuja de Granada, llamada de la Asunción de Nuestra Señora, fue finalmente incorporada a la Orden, siendo su primer prior Rodrigo de Valdepeñas.
   Del monasterio primitivo, sólo quedan actualmente en pie la Iglesia, el Sagrario, la Sacristía y el llamado Claustrillo, habiendo desaparecido la mayor parte del otro claustro, las celdas, los talleres y el cementerio original -el cual se ubicaba en el citado Claustro Grande-; la Casa Prioral, de gran belleza al parecer, según cuentan varios testimonios, fue destruida finalmente en 1943.
   En nuestros días, la Cartuja no pertenece ya más a los monjes cartujos -hace mucho que se fueron-, sino que depende directamente del Arzobispado granadino, el cual e nun principio adjudicó sus terrenos a residencia bajo tutela de la parroquia de San Ildefonso, a mediados del siglo XX. Más recientemente, se han podido realizar importantes intervenciones de restauración, bajo la dirección del prestigioso arquitecto Francisco Prieto Moreno, pudiendo por fin rescatarse el conjunto del abandono en que se encontraba.
   El programa arquitectónico de la Cartuja sigue, a grandes rasgos, el esquema benedictino. Las celdas de los monjes, dada su predilección por la soledad y el retiro, aunque extraordinariamente sencillas y austeras, constituían auténticas células independientes, a modo de casitas que, en ocasiones contaban con dos plantas, un taller y un pequeño huerto en la planta baja, y el lecho con el oratorio y una pequeña biblioteca en la superior.
   Un compás tapiado presenta la magnífica portada plateresca de ingreso al recinto monástico, obra de Juan García de Pradas de 1520. Al fondo, se contempla la sencilla fachada de la iglesia, alzada sobre una plataforma accesible mediante una doble escalinata de piedra, de tres tramos y doble meseta, obra del genial cantero Cristóbal de Vílchez. Su portada, obra neoclásica de Joaquín Hermoso, aparece enmarcada por sendas columnas jónicas de mármol de Sierra Elvira, y cobija en una hornacina superior la estatua del fundador, San Bruno, obra de Pedro Hermoso. La fachada luce también un escudo de la España Borbónica, adición del siglo XVIII.
   Accederemos al interior de la iglesia un poco más tarde. Ahora visitemos mejor el Claustrillo, único de los dos patios principales del complejo monástico conservados, como dijimos anteriormente. Hoy sabemos que la construcción del Claustrillo es de fecha anterior a la iglesia. Presenta una planta cuadrangular perfecta, con un deambulatorio o galería abierta y porticada dispuesta en torno, sustentada con gráciles columnas de orden dórico, hechas en piedra gris de Sierra Elvira. Desde este claustro menor se podía acceder al refectorio, a la Sala Capitular, a la Sala de Profundis y a la Sala Capitular de los Legos. Conserva, por suerte, todas sus salas, solemnes testimonios de los últimos alientos del arte gótico en Granada. Su aspecto, amplio patio luminoso y ajardinado, lleno de rosales, flores y naranjos, y articulado en torno a una sencilla pero elegante fuente central, nos evoca más un típico patio andalusí que un convento de clausura de una orden tan rigurosa y ascética como la de los Cartujos. La vida en común, que por breves espacios de tiempo podían disfrutar los monjes, transcurría entre la iglesia y este claustro con sus respectivas dependencias.
   Sobre la puerta del Refectorio (comedor común) aparece representada la Cabeza de S. Juan Bautista sobre una bandeja, tras su decapitación por deseo de Salomé, la tiránica hija de Herodes. Parece como si con ello se pretendiera espantar al cartujo de cualquier placer relacionado con la gastronomía. En su interior, abundan cuadros de Sánchez Cotán, como su genial La Última Cena.
   La conversión de San Bruno a cartujo muestra el milagroso episodio en que Raimundo de Diocres despierta en medio de su propio funeral reconociendo públicamente su condena al infierno, a pesar de que todos le creyeran en vida un hombre santo. En El sueño del obispo Hugo de Grenoble, siete brillantes estrellas, haciendo alusión a San Bruno con sus seis compañeros de la primera Cartuja, se aparecen a San Hugo en sueños.
   Otros cuadros representan las duras persecuciones sufridas por los cartujos en Inglaterra y Francia, en el siglo XVI. Cierto cuadro destaca por un bien logrado efecto óptico, “mágico”: unos caballos arrastrando a monjes parecen cambiar de dirección, según desde donde se mire. En la sencillísima Capilla de Profundis, destinada a la penitencia de los monjes, destaca un curioso altar pintado en la pared en relieve, de prodigioso realismo, y un cuadro de San Pedro y San Pablo. En la espada de San Pablo la inscripción Joannes Fecit ("Juan lo hizo") hace las veces de firma del autor, Fray Juan Sánchez Cotán.
   A través de una puertecilla, se accede a la Sala Capitular de los Legos, lugar de reunión de estos trabajadores de la comunidad; y de ésta se pasa a la Capitular de los Monjes. Ambas conservan en su interior pinturas de Vicente Carducho, como la Visión del Beato Ford.

San Pedro y San Pablo, de Fray Juan Sánchez Cotán.
Foto: Emilio Orozco Días. / Creative Commons.  

   Interiormente, la Iglesia de la Cartuja es de tipo de cajón con cabecera poligonal. Fue trazada y ejecutada, hacia 1662, en un riquísimo estilo barroco, contrastando de este modo con la sobriedad de sus fachadas exteriores. Se divide en tres áreas o tramos: las dos primeras, desde la portada principal hasta la cancela, constituían la zona destinada a los fieles y al coro de legos; la tercera y última, era el tramo reservado a los monjes cartujos. La cancela separa claramente estos ámbitos acorde al sentido de clausura total de los cartujos. A su vez, una magnífica puerta de taracea, realizada hacia 1750 por Fray José Manuel Vázquez (el mejor en su oficio), remarca con la cancela el espacio reservado a los legos. El motivo de las Siete Estrellas –alegóricas a San Bruno y sus compañeros fundadores de la primera "Cartuja"–, aparecerá aquí también repetido.
   A ambos lados de la puerta se encuentran dos retablos barrocos con obras de Fray Juan Sánchez Cotán, de 1611-1612: Un descanso de la Sagrada Familia en la Huída a Egipto (donde destaca, por su realismo, el detalle del pan, el queso y el cuchillo) y El Bautismo de Jesús. Sendos altares están hechos en una sola pieza de mármol de Lanjarón. 
La división espacial del templo se repite en  las cubiertas, destacando la bóveda elíptica del presbiterio. Tras la cabecera se sitúa la Capilla Sacramental –sagrario o sancta sanctórum-, de planta cuadrangular con columnas corintias gigantes como elemento de sostén para la grandiosa cúpula de media naranja sobre pechinas, que analizaremos a continuación.

   Los asientos de los monjes eran altos, para dificultarles el contacto visual entre unos y otros, potenciando así el sentido de aislamiento, de distancia, del mundo exterior. Dado que los instrumentos musicales estaban también prohibidos, la iglesia carece de coro real, propiamente dicho, y de órgano (aunque sí estuvo permitido el canto gregoriano en los rezos). La iglesia se utilizaba cinco veces al día, en comunidad. Presenta una curiosa mezcla de blancura prístina en sus paredes, magistralmente combinada con el barroquismo excelso de su decoración.
   El lugar más inaccesible de la iglesia, el Sancta Sanctorum, se ubica justo detrás del altar protegido por una puerta de cristales venecianos. Allí se guardaban celosamente las reliquias y sagradas formas. Es obra de Hurtado Izquierdo, con tendencias casi rococó, dada su acusada exageración ornamental. Su centro lo ocupa un baldaquino de mármol, con columnas salomónicas de color negro, y una palmera de incrustación en su interior. Las cuatro estatuas de las esquinas, representando las cuatro Virtudes (Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza), han sido atribuidas a Duque Cornejo; quedan coronadas por la Virtud Teologal de la Fe, obra de José Risueño.
   De las estatuas de los rincones, son obra de José de Mora las de San Bruno y de San José con el Niño Jesús, mientras el San Juan Bautista ha sido atribuido a José Risueño, y La Magdalena al hispalense Pedro Duque Cornejo. Los palios de madera que cubren las estatuas, obras de éste último, están tan bien acabados que dan la sensación óptica de ser de terciopelo.

Iglesia de la Cartuja de Granada. Fuente: Wikimedia Commons.
  Autor: Magnificus (2007).



   No obstante, tal vez el aspecto artístico más digno de resaltar del Sancta Sanctorum sea su formidable cúpula, tan magistralmente pintada al fresco por Antonio Palomino y José Risueño. Los frescos de la cúpula ensalzan la Eucaristía, con San Bruno cargando el Globo Terráqueo a sus espaldas -evocándonos en la memoria, aunque sea vagamente, al titán  Atlas  de la mitología griega-; sobre él reposa el brillante Sacramento, rodeado de querubines y ángeles, con la paloma simbólica del Espíritu Santo en medio, y varios anillos concéntricos que ordenan, como en escalones de nubes, a diversos personajes bíblicos, obispos y virtudes. Todos estos personajes contemplan, en éxtasis, la luz celestial que lo envuelve todo, dejándose, a su vez, envolver por ella. La iglesia conserva también una importante colección de cuadros dedicados a la Virgen María, obra de Pedro Atanasio Bocanegra  (aventajado discípulo de Alonso Cano), del siglo XVII; de ellos destaca La Virgen del Rosario, de increíble dulzura y encanto. La parte superior del templo está presidida por innumerables personajes bíblicos, mientras la luz se filtra tenuemente a través del juego de linternas de la cúpula.  La parte posterior del altar alberga estatuas de San Juan Bautista –patrón de la Orden–, y del fundador San Bruno.
   Saliendo a la derecha del Sancta Sanctorum, tenemos otra sorpresa: la blanca y cuasietérea Sacristía, auténtica y gloriosa joya de la Cartuja granadina. El tallista Luis Cabello hizo los estucos y el cantero Luis de Arévalo labró los ricos mármoles del zócalo, con las extrañas figuras que dibujan las vetas de mármol: gatos y perros, peces, una joven sentada con flores en el cabello,... Una sorprendente cúpula, obra de Tomás Ferrer, cierra sobre nuestras cabezas el conjunto. El Retablo Mayor, enmarcado por un arco de medio punto, presenta dos tramos: el inferior con la hornacina de la estatua de San Bruno sobre un pedestal, y otro encima con otra hornacina que abraza una encantadora Inmaculada de alabastro. De mayor valor artístico resultará, sin embargo, para muchos la pequeña pero emotiva estatua de San Bruno del fondo a la izquierda, obra de José de Mora, considerada una obra maestra no sólo de este autor, sino del Barroco español.
   El anteriormente citado lego Fray José Manuel Vázquez también ha trabajado en esta sacristía (1730–64) haciendo abundantes y extraordinarias taraceas en caoba, ébano, palosanto, márfil, carey y plata (véanse las cajoneras).
   Las formas tomadas del Rococó francés y centroeuropeo, visibles en los estucos de la Sacristía de la Cartuja, gozan de una mayor angulosidad aquí debido a una posible influencia de estilo colonial, fruto del rico y mutuo intercambio de influencias entre la metrópoli y las colonias ultramarinas. Ciertas formas similares se pueden observar en el Sagrario Metropolitano de México, erigido en las mismas fechas que esta sacristía cartujana.

Fray Juan Sánchez Cotán: (Orgaz, Toledo, 1560 - Granada, 1627). Influenciado por Navarrete y El Greco. Especialista en naturalezas muertas, donde alcanzó una gran maestría, y en temas religiosos diversos, ha sido considerado predecesor directo de Zurbarán. Se hizo lego en el Monasterio cartujo del Paular en 1603; en 1610-1612 vino a Granada, dejando una vasta colección de su obra pictórica en la ciudad, visibles en la Cartuja y el Museo de Bellas Artes de la ciudad.


Los magníficos frescos de la cúpula del sancta sanctórum de la Cartuja de Granada.
Foto: Wikimedia Commons / Dominio público - public domain.

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