viernes, 12 de abril de 2013

El Centro de Granada: Plaza de Bib-Rambla, Palacio del Cabildo y la Capilla Real.



LA PLAZA BIB-RAMBLA, LAS ALCAICERÍAS 
LA CALLE ZACATÍN



Plaza de Bib-Rambla, con su famosa Fuente de los Gigantones en primer término.
Foto: Juan Antonio Cantos (2012).



   Desde finales del siglo XII, la gran rambla “del Arenal”, una explanada agreste que se extendía extramuros por la ribera derecha del Darro, empezó a llamar poderosamente la atención de los habitantes de Granada para su ocupación y explotación. En poco tiempo, desde la mitad del XIII y, sobre todo, durante el XIV –bajo el empuje de poderosos sultanes nazaríes como Yūsuf I–, aquella rambla fue urbanizada, conformando un nuevo arrabal que tendió, dada la fuerte presión demográfica del momento, a crecer cada vez más absorbiendo terrenos circundantes, y a poblarse densamente. Se constituyó de este modo un complejo microuniverso urbano de apretadas callejuelas, siempre plagadas de gentes variopintas, marchantes de comercio y contratistas, de bulliciosos mercadillos (zocos) impregnados de chocantes perfumes y colores, de frenéticos talleres y humeantes forjas,… Y obviamente también de innumerables viviendas de particulares, de todo tamaño y aspecto, casi encajadas unas encima de otras. Junto a este panorama, fueron apareciendo nuevos centros de culto religioso (ribats, o rábitas) e instituciones, y –cómo no– nuevas cercas y puertas. El nuevo barrio islámico así generado, al–Rāmblā (cuya traducción literal sería precisamente “el Arenal”) se extendía varias hectáreas desde las actuales zonas de Puerta Real y calle Salamanca, hasta las calles Mesones, Puentezuelas y Pescadería. Su vía principal era Zanaqāt al–Haddādīn (“la calle de los Herreros”), rebautizada en el siglo XVI por los cristianos como calle Mesones. El arrabal de al-Rāmblā se conectaba con el resto de la Medina a través de la Bab’al–Rāmblā (“Puerta de la Rambla”, en cristiano Bib–Rambla), acceso hoy inexistente que daba su nombre a la actual plaza, mientras otras dos puertas menores –al–Masdā y la Real– se abrían a cada extremo de zanaqāt al–Haddādīn (calle Mesones).
    Este arrabal no destacó precisamente por sus murallas, pues aunque las tuvo como cualquier barrio islámico, no fueron ni especialmente grandes ni poderosas. Sí jugó en cambio un papel de trascendental importancia para la economía de la ciudad medieval, pues sus calles y bazares acogieron infinidad de oficios, aunque con predominio de las herrerías y las carpinterías, amén de varios talleres de albarderos y cierta cantidad de pequeños zocos. Los oficios se agrupaban en torno a tres mezquitas, una pequeña rábita, y una considerable alhóndiga (almacén y hospedaje de mercaderes, donde hoy está Calle Alhóndigas). La llegada de los cristianos –y el subsiguiente traspaso de poderes– operó una fuerte transformación física en la Medina musulmana. En 1492 se decretó la expulsión de los judíos; apenas un año después, se empieza a derribar completamente la Judería (Realejo), con sus sinagogas y baños. Desde 1494, las reformas se extendieron por toda Granada, pero de forma especialmente sensible en la Plz. Bib-Rambla y su entorno. Fruto de ellas fue la actual calle Salamanca, y la destrucción de las pescaderías y carnicerías árabes, en el lugar donde se alinearon luego los primeros soportales cristianos, con aposentos para escribanos. 

Vista general de la Plaza de Bib-Rambla, con la torre de la Catedral al fondo.
Foto: José Antonio Fernández (Iliberritano). / CC License: Attrib-ShareAlike 3.0 Unported.
    El 23 de febrero de 1502, el Cardenal Cisneros ordenó que se quemaran públicamente en la Rambla todos los manuscritos en lengua árabe. Este triste hecho, dirigido a sepultar definitivamente cualquier resto de cultura musulmana, es sólo comprensible (que no excusable) dentro del contexto de conversiones forzosas al Cristianismo tras la primera revuelta mudéjar (1499-500). El decenio largo que va desde 1503 a 1515 verá cómo la nueva Reina, Doña Juana I de Castilla la Loca, otorga plenos poderes al municipio para que, en las viejas zonas industriales y comerciales, las diversas corporaciones profesionales –o gremios– se separen acorde a sus respectivos oficios, como era costumbre en Castilla. El cristiano Arco de las Cucharas –actualmente desaparecido– permitía el acceso directo entre el arrabal de Bib-Rambla y la calle Mesones, donde se constituyeron en breve nuevos espacios de aposento para funcionarios reales. En efecto, una bocacalle actual mantiene con su toponimia el recuerdo de dicho arco. No es un caso excepcional. El recuerdo de aquella tradición gremial, que agrupaba a los trabajadores según sus oficios en áreas específicas de la ciudad, queda reflejado aún en nuestros días en los nombres de calles céntricas, como Cerrajeros, Zapateros, Boteros, Bodegones, Pescadería o Tundidores
   Entre 1493 y 1500, los ánimos de los musulmanes –que siguen siendo mayoría étnica, pese a la migración masiva de sus correligionarios– se caldean. El motivo es bien sabido: tras un corto período de entendimiento entre religiones, se sigue otro caracterizado por los abusos constantes de los cristianos hacia los moros y sus derechos, y por su manifiesta falta de interés hacia lo pactado en las Capitulaciones de 1492. El motín estalla, pero es fácilmente aplacado por las autoridades. Cisneros clamó de rabia. El episodio de la rebelión morisca llegó, en breve, a oídos de los Reyes Católicos. Con la Real Pragmática de 1502, las Capitulaciones fueron derogadas, acto que marcaba el fin de cualquier posible tolerancia religiosa. El Islam y la cultura árabe fueron considerados proscritos, los musulmanes debían entonces emigrar o convertirse al Cristianismo; los que persistieran en su fe quedarían desposeídos de todo sus bienes y derechos. En suma, desde 1502 sólo habría ya una religión oficial en Granada: la católica. Sin embargo, los usos y costumbres de los musulmanes se prolongaron en los moriscos –moros conversos–, aunque, eso sí, perviviendo en la clandestinidad. Este hecho, por otro lado, adquirió nuevos significados: los señores cristianos tienen en adelante luz verde para acometer cuantas reformas deseen en la ciudad. Ya no deben respetar las mezquitas, pueden simplemente derribarlas y reutilizar los elementos que les plazca para sus nuevas construcciones cristianas. Pueden destruir casas árabes viejas o lienzos enteros de muralla nazarí para abrir nuevas calles rectilíneas, en plan de damero romano (clásico), cerrar baños y aljibes, eliminar cobertizos,… Los conquistadores, sin las cortapisas que suponían las Capitulaciones de 1492, pudieron afanarse en destruir la Medina para rehacerla conforme a su nuevo plan urbano, pese a la indignación de los moriscos recelosos o nostálgicos.

   La Plaza de Bib-Rambla es la “niña mimada” de esa política urbanística y reformadora de la primera época cristiana de Granada, constituida expresamente por Fernando el Católico, y donada a la urbe con el propósito de convertirla en amplio espacio urbano de carácter público, en donde, al modo de los antiguos foros romanos, los ciudadanos pudieran cómodamente hablar y pasear, pero también desarrollar sus negocios, realizar intercambios,… A tal fin, el Arenal se liberó de casas viejas y ruinosas, mezquitas y talleres moros, abriendo una vasta explanada que, en una segunda fase constructiva, se llenaría progresivamente de nuevos edificios, como casas-patio castellanas, sedes financieras e instituciones administrativas. De este modo nació la Lonja o Aduana de especies y paños, y el Cabildo municipal, o Ayuntamiento Viejo, mientras se facilitaba la llegada de nuevos comerciantes italianos y flamencos. (No obstante, se sabe que el mismo Fernando el Católico prohibió expresamente la entrada de carretas para comerciar en la plaza, porque hubieran supuesto un engorro a un lugar pensado para ser limpio y despejado. Pero la medida, con el tiempo, tendió a disiparse u olvidarse.)
   Este espacio, ideado en su origen a modo de plaza mayor castellana, acogerá todo tipo de festividades y actos públicos de importancia: ferias de ganado, espectáculos circenses, fiestas de cañas y toros, justas caballerescas, procesiones religiosas como la del Corpus Christi (instaurada por los Reyes Católicos en Granada) y algún que otro eventual auto de fe de la Inquisición. Durante los actos festivos, acaecidos en momentos concretos de gran resonancia en la vida urbana, la plaza se engalanaba y embellecía notablemente, llenándose de ornatos, boatos y arquitecturas efímeras en las que colaboraron no pocas veces artistas de renombre, como Juan de Sevilla o Pedro Atanasio Bocanegra (algunas de tales piezas se conservan en museos).
   Hacia 1518 se levantó un pórtico nuevo, de estilo romano, en un lienzo superviviente de muralla nazarí, la llamada Puerta o Arco de las Cucharas. También hubo otra, llamada de las Manos, porque se decía que en ella se exhibían los miembros cortados de los ajusticiados, tal vez correspondiente a otra anterior, árabe, llamada De las Orejas (por la misma macabra causa). El Arco de las Cucharas fue posteriormente rehecho y trasladado al Bosque de la Alhambra en donde se puede ver, casi cubierto por la enmarañada vegetación del entorno (muchos suelen confundirla con alguna presunta puerta de la antigua muralla nazarí). La destrucción de la puerta la ejecutó el Ayuntamiento en 1884, de forma coetánea a la apertura de la calle que lleva hoy su nombre, en recuerdo.

   La plaza de Bib-Rambla posee actualmente un encanto propio, especial, con sus típicos puestos de alegres flores y sus populosas terrazas y bares, muestras del carácter campechano y alegre de los granadinos, pero al mismo tiempo, una herencia indudable del rol de plaza mayor con que la dotaron los gobernantes de tradición castellana. 
   La especialidad de muchas cafeterías y heladerías de este lugar, son los churros con chocolate calentito (una delicia en los fríos días de invierno). Pero la oferta culinaria de los establecimientos de Bib-Rambla abarcan de todo, y con buena calidad, desde carnes a la brasa a mariscos frescos y pastas. El centro de Bib–Rambla destaca por su famosa Fuente de los Gigantones, una de las más emblemáticas de la ciudad. Otra fuente anterior, embellecida en 1624 con motivo de la visita de Felipe IV, ocupaba el lugar donde ahora se ubica la de los Gigantones, que en su origen (1553) adornaba el claustro del Convento de los Agustinos Calzados (hoy Mercado Central). Tras la exclaustración del monasterio de 1836, la fuente pasó, por orden municipal, a los Jardines románticos del Salón, en donde la flor y nata de la burguesía gustaba de pasar los ratos libres. A finales del XIX, fue sustituida en el Paseo del Salón por el monumento de Isabel la Católica y Colón –luego también trasladada, a su vez, a la actual Plaza Isabel la Católica–, y tras varios años de titubeos, fue finalmente colocada en éste, su actual emplazamiento, en 1940.
   Es una fuente de dos tazas, hecha en piedra gris con aportes de mármoles blancos y rojizos. La basa cuadrangular del primer tramo (una adición neoclásica) acoge símbolos en bajorrelieve, enmarcados en pergaminos, sobre diversos aspectos de la cosmología cristiana: un templo y un corazón (símbolos de San Agustín); un sol y una luna (el día y la noche), etc. La primera taza la sustentan cuatro grotescas figuras barrocas –gigantones–, que evocan a los gigantes mencionados por San Agustín en su libro Civitas Dei ("Ciudad de Dios"), pero que en verdad son sátiros mitológicos, representados con coronas de flores y rostros repulsivos. Simbolizan el carácter salvaje y libertino de la Naturaleza, sometida por la luz de la razón (Dios) a cargar con el peso de la fuente sobre sus espaldas. Nótese que cada gigantón es distinto, único; pero, pese a sus individualizaciones y sus expresiones bestiales, su posición equidistante unos de otros y su función de surtidores de agua (vertida por sus grotescas bocas) otorgan armonía y simetría al conjunto. La taza que sustentan tiene otros cuatro caños, surgidos de mascarones entre los sátiros –remarcando el número 8, antiguo símbolo de la perfección–. El siguiente tramo acoge bajorrelieves de mujeres semidesnudas con flores, recordando las virtudes del monje: caridad (un niño abrazado a una pierna); la abundancia (la cornucopia), la vigilancia (el gallo) y la fortaleza (la armadura). La segunda taza derrama suavemente el agua a través de las bocas de otros seres fantásticos. El último tramo presenta otros cuatro relieves simbólicos de niños que evocan al ángel agustiniano (amor ciego), y por fin, sobre un pedestal decorado, el pequeño pero radiante Neptuno con su tridente.


Detalle de uno de los gigantes de la fuente.
Foto: Juan Antonio Cantos (2011).

   La Plaza de Bib–Rambla no siempre ostentó este nombre: durante gran parte del siglo XIX estuvo dedicada a la Constitución Española, tal como consta en el programa de actos de la visita de Isabel II a Granada (09/10/1862). La plaza sufrió dos trágicos incendios (curiosamente ambos en la misma fecha, Nochevieja). Uno causó graves desastres en el vecino Palacio Arzobispal en 1982, pero pudieron ser restaurados; el otro, en 1879, en la Casa de los Miradores, acabó con la desaparición del histórico inmueble.

   En uno de los lados de la plaza, se abre el acceso directo a las Alcaicerías, cerca del muro trasero del Palacio Arzobispal. El gran sultán Yūsuf I fundó las Alcaicerías en 1318, concibiéndolas como un gigantesco barrio mercantil o zoco, principalmente dedicado al comercio de artículos de lujo, como seda, aunque con posterioridad se le añadieron otros negocios siempre relacionados con productos caros y lujosos: terciopelo, tafetán, paños,… Cada calle llevaba el nombre de su tipo de negocio. El término alcaicería procede del árabe al–Qassāryyā, “Casa del César”, nombre que, en opinión de algunos autores, deriva de la tradición de denominar, en los países de Próximo Oriente, a estos mercados en señal de agradecimiento al Emperador bizantino –césar– Justino I (518–527 d.C.) por conceder a los árabes escenitas el privilegio de criar gusano de seda y comercializar seda libremente.
   Las Alcaicerías de Granada suponen un auténtico trocito de pasado musulmán redivivo, hecho realidad en el presente, probablemente uno de los lugares más evocadores –aparte, obviamente, de la Alhambra o el Albaycín– de lo que pudo ser la Granada islámica medieval. Sin embargo, lo que hoy presenciamos es, en cierto modo, una reconstrucción parcial de ese mundo perdido. Un terrible incendio en 1843 devastó casi toda la Alcaicería primitiva. 
   La fracción que hoy sobrevive a duras penas representa, en verdad, una ínfima parte (más o menos un 15%, según los entendidos) de la extensión original, cuando las Alcaicerías abarcaban una superficie que llegaba desde el Corral del Carbón hasta la Mezquita Aljama nazarí (actual Iglesia del Sagrario) y casi hasta las alturas de Plaza Nueva. Su recuperación, no obstante parcial, tiene la virtud de permitirnos revivir, aunque sea por unos momentos, aquel espléndido barrio comercial, del que sabemos que, en época nazarí, contaba con más de  doscientas tiendas, desplegadas mediante una vasta red laberíntica de callejuelas y pasadizos. También contaba la alcaicería original con diez puertas de acceso, que por las noches eran cerradas a cal y canto y estrechamente vigiladas por numerosos guardianes, celosos custodios de las caras y exóticas mercancías que se atesoraban en su interior. Las casas solían ser de una sola planta –alguna que otra pudo contar con dos, destinando la inferior a la tienda propiamente dicha y la superior para vivienda o almacén–. La más famosa fue la llamada Casa de los Gelices ("arrendadores de la seda"), hoy desaparecida, situada muy cerca de la Mezquita Aljama.

   La contigua calle Zacatín (al–Saqqātín en árabe, “Calle de Baratilleros”) era la arteria principal del arrabal de las Alcaicerías; aparte de seda, contaba también con mercerías, platerías, orfebrerías y perfumerías. Por esta zona se instalaron también cambistas y prestamistas, presuntamente judíos. Desde 1493, el arrabal de Alcaicerías/Zacatín quedó bajo jurisdicción directa del alcaide de la Alhambra (el conde de Tendilla). Una Real Cédula de 1501 estableció que el comercio de la seda en España sólo podría realizarse legalmente en las alcaicerías de Granada, Málaga y Almería, lo cual supuso una cierta continuidad respecto a las leyes nazaríes.
   Hay que decir que el aspecto de la calle Zacatín actual en nada se parece a la que tuviera antes del incendio de 1843. Hubo de ser reconstruida en su totalidad, y en el proceso tuvieron mayor peso las nuevas tendencias arquitectónicas del siglo XIX y principios del XX. Los actuales escaparates de los negocios no exhiben ya las delicadas sedas y exóticos productos de lujo que hicieran, de este espacio, el esplendor de la Granada nazarí. Pero en su lugar, destacan todavía algunas tiendas de productos típicos (como las célebres cerámicas de fajaluza y los exquisitos trabajos artesanales en técnica de taracea), souvenirs y boutiques de moda.
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   En las tiendas de artesanía de las Alcaicerías granadinas, el auténtico protagonista es la taracea, antigua técnica decorativa heredada de los musulmanes. Consiste en incrustar en la superficie de objetos de madera –mesas, cofres, estuches, arcones,...– pequeños fragmentos de metales preciosos, maderas nobles (ébano, caoba, palosanto), nácar, piedras y marfil, formando fascinantes composiciones de diseño geométrico (como estrellas y lazos) de rica policromía, a cuál más detallista y enrevesada. Actualmente, la técnica se basa en los mismos métodos y diseños usados en época nazarí, visibles en la decoración de los muros de la Alhambra por ejemplo, no obstante, también se han depurado las técnicas y tipologías, adaptadas a los nuevos tiempos. Uno de los objetos más demandados es el tablero de ajedrez, que suele incorporar, en lugar de fichas, miniaturas de caballeros cristianos y moros de época; y las cajitas o joyeros.

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   Bien entrando desde la Gran Vía de Colón –a través de una bonita rejería neogótica– a la Calle Oficios, o bien oblicuamente por cualquiera de los callejones de Alcaicerías, llegamos ante el vasto complejo de la Catedral y sus anexos: Capilla Real, Lonja y el Sagrario catedralicio.
   Resulta imposible tener una visión de conjunto de este espacio. Y no sólo por sus grandes dimensiones, inabarcables, sino porque el macizo cuerpo catedralicio queda prácticamente “abrazado” por la trama urbana circundante, de angostas callejuelas medievales. A duras penas se logran abrir un hueco propio, tímidamente, dos pequeñas placitas laterales, una frente a la puerta de la Capilla Real, y otra más reducida en la calle Cárcel Baja. El único espacio digno de ser llamado “plaza” está constituido, de hecho, por la Plaza de Alonso Cano frente al Sagrario, y la contigua de las Pasiegas, frente a la fachada mayor de la Catedral.
   El entorno de calle Oficios presenta siempre una gran vitalidad, un frenético ir y venir de transeúntes que colapsan todo, agolpados ante algún escaparate o absortos en la admiración del monumental entorno. A veces, hábiles músicos y artesanos ambulantes se apostan en los lados de la calle; otras, son las graciosas gitanas que tratan de regalar ramitas de romero “bendito” a los peatones incautos o, más bien, a los desprevenidos turistas, a cambio de alguna retribución económica por sus buenos augurios. La presencia de estas señoras son ya todo un clásico en la calle Oficios.

   El Palacio de la Madraza o del Cabildo fue levantado en tiempos del gran sultán nazarí Yūsuf I (1333–56) para acoger la Madraza (Universidad Islámica) de Granada. Poderoso emir, culto, inteligente, prudente, sabio, las crónicas y fuentes históricas nos lo presentan como un auténtico apasionado de las ciencias y las artes, siempre preocupado por embellecer su ciudad, a fin de conducirla a la cima de su esplendor, no sólo en el ámbito estrictamente ibérico, sino musulmán y europeo en general. Gracias a él, en efecto, tenemos algunas de las mejores creaciones del arte nazarí, como el Palacio de Comares de la Alhambra, con su imponente salón de Embajadores y su célebre Patio de Arrayanes, o la presente Madraza, que demuestra su interés por convertir Granada en un centro intelectual de primer orden, un faro de luz civilizadora en un mundo de ignorancia y oscuridad.
   Pasado el tiempo, tras la rendición de Granada (1492), los nuevos gobernantes cristianos se vieron en la obligación de dotar a la ciudad de un nuevo cabildo (ayuntamiento). Así, en el año 1500, y potenciando de paso el triunfalista mensaje cristiano de victoria sobre el Islam, empezaron las obras de construcción de la Casa del Cabildo a costa de la destrucción de la anterior madraza. El resultado es el presente edificio, con una llamativa fachada barroca, correspondiente a unas reformas ejecutadas entre 1722 y 1729 por José de Bada y Navajas, caracterizada por la combinación de fabulosas decoraciones parietales al temple –simulando o "fingiendo" elementos arquitectónicos– junto a una delirante profusión de retorcidos yesos policromados, motivos florales, guirnaldas, escudos y marmolillos, que enmarcan un desfile de rimbombantes ventanas con balcones en el piso superior. Los escudos ornamentales acogen en su seno el anagrama F Y, correspondiente a las iniciales de Felipe V de Borbón (rey de España en 1700–46) y de su segunda esposa Isabel de Farnesio (reina consorte desde 1714). Aparte de la mera coincidencia, la reutilización de la F y la Y en estos espacios decorativos por parte de Felipe, el iniciador de la dinastía Borbón en España, tuvo sin duda cierta carga política, simbolizando la continuidad con ese pasado español- sentido en general como grandioso y memorable- que representaban los Reyes Católicos, cuyas iniciales también coinciden con la F (Fernando) y la Y (Ysabel, o sea Isabel). Parecía así potenciarse el mensaje de que cambiaba la dinastía, pero que nada iba a cambiar en realidad, pues los nuevos reyes de origen francés iban a respetar la tradición hispánica.
   El palacio cristiano original, inicialmente construido durante el primer tercio del siglo XVI en estilo tardogótico, fue reformado en su totalidad hacia 1720, cambiando radicalmente tanto de planta como de estilo decorativo, acorde a la nueva estética del XVIII. Aún sobreviven no obstante, bastante bien conservadas, algunas techumbres mudéjares de la sala original de los Veinticuatro Caballeros –salón de las asambleas del conjunto de magistrados o ediles municipales– y algunos retoques platerescos dispersos, aquí y allá. También es interesante el patio dieciochesco con galerías abovedadas y sencillas pero elegantes arcadas, y la pervivencia de una bella escalera monumental de rincón, cubierta con una cúpula churrigueresca.
   Si todo lo visto es un alarde de esplendor, advertimos que el aspecto más interesante del Cabildo son, sin embargo, sus restos de época nazarí, sabiamente integrados en el diseño barroco. Único vestigio de la madraza que otrora fue, pervive un exquisito oratorio con mīhrab (nicho sagrado) cubierto con cúpula poligonal y tragaluz. Los restos de mocárabes, yeserías y arcos árabes, con sus complejos motivos decorativos constituyen todo un deleite visual. El Cabildo fue declarado Monumento Histórico–Artístico Nacional (1922) y Bien de Interés Cultural (1989), actualmente acoge oficinas del Festival de Música y Danza de Granada.

Detalles de la decoración barroca de la fachada del Palacio de la Madraza (Cabildo) de Granada.
Foto: Wikimedia Commons / user: Balbo (24 de agosto de 2006).


   En 1518 el Cabildo acordó construir un edificio destinado a Lonja de Mercaderes, en respuesta a las demandas de los sectores comerciales más dinámicos de la ciudad –principalmente agrupados en la Alcaicería y el Zacatín–. Las obras empezaron ese mismo año, bajo un proyecto que buscaba situar este edificio aduanero y comercial en un punto intermedio, entre el recién estrenado ayuntamiento y la Capilla Real (casi finalizada por esas fechas). Sin embargo, posteriores problemas entre las instituciones implicadas ralentizaron el curso de la construcción. Al final, el caso llegó hasta la Chancillería, que se pronunció acordando que la planta alta quedara destinada a anexo de la Capilla Real, y la baja a funciones de lonja propiamente dicha. Las consecuencias de la sentencia afectaron no sólo a la función del inmueble, sino también a su diseño original.
   La planta baja es una magnífica loggia, basada en prototipos tomados de la arquitectura civil toscana del Bajo Medioevo. Gráciles arcos de medio punto se alzan sobre columnas con fustes sogueados girando en espiral. Escudillos heráldicos asoman entre arco y arco, mientras una curiosa balaustrada se extiende por la línea de capiteles. La bella portada, obra de Juan García de Pradas (1521), se alza entre esbeltas columnillas que sostienen un entablamento, y un remate triangular fitomorfo, flanqueado por candelabros. Un friso recoge en letras góticas una alusión honorífica al corregidor del momento.
   Interiormente, el inmueble consta de una sola pero enorme crujía rectangular, en donde se disponían las bancas (despachos) de los financieros. La nave se cubre con un vistoso artesonado de casetones octogonales de derrame escopleado, obra de Francisco Hernández. La decoración interior se completa con pinturas murales, retratos, y una copia del gigantesco lienzo La Rendición de Granada de Francisco Pradilla, cuyo original se encuentra en Madrid. Destaca en el mobiliario la presencia de dos literas de mano, usadas para llevar la comunión a los enfermos. La planta alta, destinada a solana de la Capilla Real, presenta una preciosa galería de arcos rebajados y antepechos calados.

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   José Guerrero: (Granada, 1914 – Barcelona, 1991.) Máximo exponente del Expresionismo abstracto en Granada, pintor y grabador reconocido como uno de los artistas más destacados de los últimos tiempos a nivel internacional. Durante algún tiempo tuvo en Granada su taller en el campanario de la Catedral (al igual que, siglos antes, el maestro Alonso Cano). En 1945 se instaló en París con una beca, donde se empapa de la obra de Picasso, Matisse y Juan Gris. En 1950 se trasladó a New York, nacionalizándose estadounidense tres años después. Su período en EE.UU. inaugura su verdadero ingreso en la abstracción pura. Miembro de la llamada Escuela de New York, participa en varias exposiciones del grupo Action Painting, y expone en prestigiosos centros artísticos como, en New York, el Guggenheim y el Gloria Vanderbilt Museum, o en Massachusetts, el Worcester Museum. Gran parte de su obra se encuentra hoy en día dispersa entre colecciones y museos de todo el mundo, desde el Guggenheim neoyorquino al Museo Español de Arte Contemporáneo. En junio del 2000 se inauguró en Granada el Centro de Arte José Guerrero, creado a partir de la donación realizada por la viuda del artista a la Diputación. La colección del centro es pequeña pero variada; destaquemos sus lienzos Black Ascending (1962–63), los Solitarios de 1971–72, el desgarrador Brecha de Víznar (1966) y el célebre Penitentes rojos (1972).
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LA CAPILLA REAL



   La Capilla Real exhibe su única portada de cara al exterior, mirando hacia la calle Oficios. Las otras tres portadas se encuentran en el interior, conectando directamente con la Catedral y la Iglesia del Sagrario. Así, el acceso que aquí vemos es una pequeña pero elegante portada de estilo plateresco, obra de Juan García de Pradas, quien la realizó por encargo del Emperador Carlos V en 1526. Su aspecto contrasta notablemente entre los ventanales góticos y la delirante crestería gótico–flamígera de la parte alta de la Capilla. Estatuas de maceros a modo de heraldos medievales se incrustan en los cuerpos de las pilastras que flanquean el arco clásico de ingreso. Un bello friso adornado con querubines y un escudo imperial sostiene una especie de triángulo formado por las esculturas de los Santos Juanes –San Juan Bautista y San Juan Evangelista, a quienes está dedicada la capilla– en los laterales, y la Virgen con el Niño en el centro, como Santa Madre de Dios.

   Pero para entender un poco mejor la Capilla Real y su función, debemos hacer un poco de historia...

Detalle de las crestas flamígeras 

   
   La obsesión por la muerte y los enterramientos fue una constante entre los monarcas medievales. Parecía como si, preocupados por dejar una huella imborrable de su paso por el mundo, quisieran legar a la posteridad un recuerdo material y grandioso de su existencia, algún monumento conmemorativo que a la vez les sirviera de mausoleo, lugar donde guardar sus propios restos mortales y los de su descendencia. Esta costumbre de construir majestuosos panteones familiares, iniciada por los monarcas, fue pronto emulada por las clases sociales privilegiadas, fundamentalmente la alta nobleza (condes y duques) y el alto clero (arzobispos y cardenales). Todas esas tumbas compartían, aparte de un evidente amor por el lujo, una función en común: la celebración de misas y oficios litúrgicos en honor a los difuntos, en pro del eterno descanso de sus almas. Esto delata una doble obsesión, por la cercanía constante de la muerte, pero no menos una angustia por asegurar la memoria propia entre los vivos del futuro.
   No deja de ser interesante ver cómo estos magnates, en vida, gastaban inmensas cantidades de dinero y energías en preparar su existencia ultraterrena. Muchos erigían sus espléndidas tumbas aprovechando espacios preexistentes en iglesias y monasterios –pensemos en las capillas fundadas dentro de la Catedral de Toledo por Sancho IV o Enrique II–. Otros, los más pudientes, llegarán incluso, en lo que podríamos calificar de megalomanía, a erigirse edificios enteros para uso funerario personal y familiar. A este segundo tipo corresponde la Capilla Real de los Santos Juanes, obra cumbre del Gótico tardío en Granada, pensada expresamente para capilla funeraria y custodia de los restos mortales de los Reyes Católicos y su descendencia (si bien Carlos V y Felipe II optarán por otros lugares de reposo eterno).
   
   En un principio, los Reyes Católicos habían dispuesto para su mausoleo la hermosa Iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo –otra indiscutible obra maestra del Gótico español-. Esto hubiera sido lo normal: situar su tumba en la misma ciudad que había sido capital del viejo reino visigodo, y que tan llena estaba de nobles enterramientos. Los grandes se enterraban junto a los grandes. Pero la conquista de Granada y los sucesos posteriores de su reinado, les obligó a trazar un giro radical en este rumbo: se hizo fundamental entonces, a nivel político, resaltar el hecho histórico de que, con Isabel y Fernando, se había puesto punto y final a la Reconquista. Había que remarcar el sentido del triunfo definitivo del Cristianismo sobre el Islam. Es más: Granada debía ser algo así como una “nueva” capital del Reino; después de todo era la última pieza a colocar –tras solucionar el problema navarro– del abigarrado puzzle del suelo hispano.
   En esta “joya de la Corona” que era Granada, al final, decidieron D.onFernando y Doña Isabel erigir su capilla funeraria, remarcando su predilección personal hacia la urbe. La Capilla Real debía ser, si no la primera piedra del Cristianismo en Granada, sí al menos la más notoria y significativa, amén de privilegiado espacio para, en pleno centro, dejar de cara a la posteridad el recuerdo de los logros políticos alcanzados durante su reinado. Este factor está, por otro lado, vinculado con la proximidad de la antigua Mezquita Aljāma (Mayor) de Granada, ubicada donde hoy se alza la Iglesia del Sagrario y la Catedral, o sea, a pocos metros de la Capilla. La elección del lugar no fue ni casual ni desinteresada: levantar el mausoleo funerario –y templo cristiano– de los mismos reyes que habían finalizado la Reconquista sobre el espacio de la mezquita mayor, era todo un jaque mate simbólico a los moros vencidos.
   Queda claro por tanto el espíritu que los Reyes Católicos querían imprimir en la ciudad recién conquistada: en adelante sería su hija predilecta, y como tal debía ser mimada y embellecida por sus atentos padres. Los soberanos actuaron como mecenas del arte, y por extensión como promotores-constructores de primer orden en sus territorios. Sus programas urbanísticos, acorde al gusto castellano e italiano (en detrimento del islámico), pondrían a Granada al mismo nivel de otras florecientes ciudades europeas: urbanismo racional con calles rectilíneas y plazas públicas; ordenación callejera en base a oficios y gremios; creación de lonjas de comercio, institución del Cabildo para sede de la corporación municipal; dotaciones religiosas,... Todas las reformas institucionales debían llevar emparejadas otras de carácter monumental, de fuerte sentido estético y simbólico, para hacer la ciudad hermosa y memorable.
Así pues, por Real Cédula de 1504, la Reina Isabel, ya muy enferma –poco después, en noviembre moriría–, manifestaba públicamente su deseo de ser enterrada en Granada y preparaba, en su testamento, la cuantiosa dotación económica que, a título personal, donaba para su edificación y mantenimiento. Luego añadiría su propia dotación su esposo. En 1505, se encargó el trazado y construcción de la Capilla Real al famoso arquitecto Enrique Egas, máximo representante del estilo hispano-flamenco toledano y gótico isabelino, y genial responsable de tantas otras construcciones “isabelinas” –Hospital Real de Granada, Hospital Real de Santiago de Compostela, Catedral de Plasencia– por toda España.
   Enrique Egas impuso su impronta gótica en el planteamiento arquitectónico y formal del edificio. Fruto de ello son las fachadas exteriores, donde los macizos muros son sujetados por sólidos contrafuertes rematados por pináculos flamígeros, apuntando directamente al cielo. Entre los pináculos discurre horizontalmente una fantástica crestería gótica con antepechos calados de gran belleza. También son góticas las ventanas (arcos apuntados) y las bóvedas de crucería de las techumbres.

Entrada de la Capilla Real, correspondiente a la loggia de la antigua Lonja de Mercaderes.

   En el interior, la Capilla Real responde al esquema de iglesia de nave única, rematada por una fabulosa capilla mayor trapezoidal de grandes dimensiones, elevada sobre una escalinata de acceso. A partir de la nave se originan las capillas laterales más un crucero poco desarrollado, que precede al ámbito puramente funerario. El coro se sitúa, por último, elevado a los pies del templo. Esta concepción espacial corresponde plenamente al deseo de Isabel de ser enterrada de manera “franciscana” –muy sencilla–, cosa que sin embargo decepcionaría profundamente a su nieto, Carlos V. El Emperador, en 1526, se hallaba inmerso en sus propios planes urbanísticos y monumentales para Granada –como la construcción adosada a esta capilla-panteón de la Catedral–, tan alejados del Gótico pero proclives a la grandiosidad clasicista del Renacimiento. Por eso consideró el mausoleo de sus abuelos como estrecho, triste, impropio de reyes. No obstante, se abstuvo de realizar reforma alguna en él, tal vez por respeto, y se limitó a asegurar, eso sí, un diseño “romano” para la nueva Catedral, prefigurada en 1526.
   La Capilla Real o de los Santos Juanes se construyó entre 1505 y 1521, y no fue obra exclusiva del maestro Egas (si bien fue su principal artífice), pues en su construcción relucen los nombres de otros genios del Arte español del XVI, como Juan Gil de Hontañón y Juan de Álava. Cierto plan inicial para dotar al Panteón de un claustro monástico anexo y una fachada con vistas a la calle quedó desestimado más tarde cuando, en 1518, la Chancillería saldó salomónicamente la disputa entre Capilla, Cabildo y gremios con la edificación de la Lonja adosada a la Capilla, “comiéndose” el lado que hubiera correspondido al claustro previsto. Teniendo en cuenta que los lados restantes de la Capilla correspondían a la cabecera y a zonas que acabaron vinculadas a la catedral, se entiende por qué, de las cuatro portadas de la Capilla, sólo presenciamos una desde el exterior: la de Calle Oficios, magnífica obra plateresca de Juan García de Pradas que resume con gracia la advocación y simbolismo del panteón, es la única que no fue absorbida por la mole de la Catedral.
   Pese al gusto (o disgusto) de Carlos V, la Capilla Real está dotada de una belleza serena e innegable, fruto de la cuidadosa disposición de sus estructuras, del trazado de sus bóvedas, del mimo en la decoración. Para muchos es la obra más perfecta de la arquitectura gótica andaluza del siglo XV. En su concepción además, gracias a los aportes platerescos, se pudieron prefijar algunas de las vías que tomaría en adelante el primer Renacimiento español.
   
   Entrando, vemos al fondo la cabecera precedida por la fantástica rejería metálica de Bartolomé de Jaén, presentando la pareja de exquisitos mausoleos esculpidos de piedra y mármol, de los Reyes Católicos a un lado, y de su hija, Doña Juana I de Castilla la Loca junto a su esposo Don Felipe el Hermoso, al otro.
   La rejería de Bartolomé de Jaén hace de pórtico monumental, protegiendo y anunciando a un mismo tiempo los féretros reales. Se trata de una de las mejores obras del maestro, y una de las más bellas rejas del XVI español, pues combina equilibradamente dos estilos, el Gótico y el Plateresco. La riqueza decorativa va in crescendo de abajo a arriba; destaca, en el corazón de un águila coronada, un escudo de los Reyes Católicos con guirnaldas y leones rampantes, y una flamante ornamentación plateresca rica en dorados. Más arriba, la reja se transforma en una especie de retablo con escenas bíblicas, siguiendo el programa iconográfico del Retablo Mayor (Exaltación de la Pasión y los Santos Juanes), escenografía que recoge el sentido cristiano de la muerte –paso necesario para la vida eterna– y se completa con un festón plateresco y la composición triangular de los Santos Juanes y el Crucificado.

   Los féretros de los Reyes Católicos, obra del escultor florentino Domenico Fancelli, se presentan como, probablemente, las más exquisitas piezas de la tradición funeraria española del siglo XVI. Las sepulturas, de blanco mármol de Carrara fueron acabadas en 1517, un año después de la muerte de Fernando el Católico. Fancelli las diseñó en forma exenta, acorde al gusto español, y en forma troncopiramidal –potenciando el sentido de noble cuna de los difuntos–. La figura yacente del Rey luce armadura completa y un manto; las manos descansan sobre la espada. Su cabeza coronada es la parte mejor lograda (quizás copiada del modelo vivo). La figura yacente de Doña Isabel denota una gran sobriedad en sus ropajes –mujer honesta, gustaba de vestir con sencillez, virtud siempre alabada por sus allegados–, mientras sus manos se recogen sobre el cuerpo. A los pies descansan dos leoncillos, símbolos de la monarquía y la vigilancia. Los lados del lecho acogen tondos con escenas bíblicas y hornacinas con los Apóstoles. En las esquinas de la cornisa, figuran las estatuas sedentes de grandes y Padres de la Iglesia: San Gregorio, San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín. Unos angelotes sostienen las armas de los monarcas en la cabecera. A los pies una cartela nos recuerda la inquebrantable unión de los cónyuges, tanto vivos como muertos. El testamento de Don Fernando decía: “Porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo y que nuestras ánimas espero (…) tendrán en el cielo, lo representen nuestros cuerpos en el suelo.”

Féretros monumentales de los Reyes Católicos y de Juana la Loca 
y Felipe el Hermoso. Foto: Tom Chatt (CC).

   El mausoleo funerario de la Reina Doña Juana I de Castilla y el Rey Don Felipe el Hermoso presenta la particularidad de ser ligeramente más alto que el de los Reyes Católicos, por su composición en dos piezas superpuestas: sarcófago exento alzado sobre un pedestal monumental. El féretro es obra del escultor burgalés Bartolomé Ordóñez, genio de la escultura renacentista española (si bien desarrolló la mayor parte de su carrera en Nápoles), con alguna colaboración de Pietro de Carona. Presuntamente, Ordóñez se inspiró en el mausoleo de Fancelli para los Reyes Católicos, añadiéndole expresividad.
   La anatomía de las figuras denotan influencias de Michelangelo, a quien pudo conocer personalmente, manifiestas en la figura del San Andrés (que recuerda al Moisés de Roma), o en los desnudos femeninos, de porte clásico. Doña Juana muestra un bello rostro correspondiente a su etapa de juventud. Está vestida con elegantes ropajes borgoñones, con un collar sobre el pecho; sus delicadas manos sostienen el cetro real. Su amado esposo yace al lado, vistiendo, igual que Don Fernando, indumentaria militar (en este caso una armadura dalmática con los blasones de Austria, Flandes, Borgoña, y los Reinos Hispánicos que recibió de su matrimonio con Juana). En su cuello de armiño destaca un collar del Toisón de Oro. Dos leones protegen la tumba, a los pies de los soberanos. Por último, el epitafio recoge emocionantes inscripciones sobre sus vidas y logros.
   Bajo las tumbas escultóricas, se ubica la pequeña y austera Cripta, con los féretros reales hechos en plomo. Aquí también se aloja el pequeño ataúd de Don Miguel, el Príncipe de Asturias, muerto en 1500 a la corta edad de dos años.

Cripta de la Capilla Real.

   El Retablo Mayor es otra fantástica síntesis del repertorio simbólico e iconográfico de la Capilla Real, resumido aquí en el principio de exaltación de la monarquía cristiana. En una gran hornacina, un Crucificado actúa como eje central del resto de la composición, en torno al cual se desarrollan las demás escenas de la Pasión y los martirios de los dos Santos Juanes. Si bien la autoría del retablo tradicionalmente ha recaído en Felipe de Vigarny –insigne artista flamenco venido a España con el séquito de Felipe el Hermoso– se han apuntado posibles injerencias de otros artistas renacentistas, como Jacopo Florentino y Berruguete. Por primera vez en la Historia del Arte español, se combinan en un retablo a la perfección, de forma elegante, elementos propiamente renacentistas (como arcos de medio punto, candelieri y balaustres) con otros extraídos del Gótico tardío y el Plateresco.
   La estructura del retablo, en pisos y calles, recuerda a la de la rejería de Bartolomé de Jaén (otra secuela de los influjos renacentistas llegados a Granada con los séquitos italianos y flamencos). En sus extremos se yerguen bandas verticales evocando pilastras, con casetones que acogen esculturas de Apóstoles y Santos Padres. Las esculturas de bulto redondo –en detrimento de las pinturas– inundan toda la superficie del retablo, que está concebido a modo de narración visual, con dos significados claros. En primer lugar, la exaltación de los logros políticos del reinado, representados en los relieves del sotabanco: la Entrega de llaves de Boabdil a los Reyes Católicos y El Bautismo de los moriscos. En segundo lugar el mensaje religioso, manifiesto en las escenas del primer “piso” de los martirios de San Juan Evangelista y de San Juan Bautista, de donde se deriva la idea de martirio como vía de salvación, un mensaje repetido en el siguiente tramo, con la Pasión de Cristo como eje central. A los pies del solemne Crucificado, una calavera simboliza la carne mortal; sobre él se ubica la paloma del Espíritu Santo. Por último Dios Padre corona el conjunto entre querubines y angelotes. Esta disposición ascendente de Cristo, Espíritu Santo y Padre es una obvia alusión al misterio de la Trinidad.
   Otras imágenes bíblicas completan el retablo, reforzando los significados ya dichos: la caja central del segundo piso acoge las figuras vivientes de los dos Juanes con sus atributos. También están presentes otros santos vinculados con la Reconquista: Santiago y San Jorge. La Capilla Real no reduce sus aspectos de interés artístico al notable pero concreto espacio de la cabecera y el altar mayor, sino que se extiende también por las capillas laterales y el crucero. En el crucero, por ejemplo, destaca la Capilla barroca de la Santa Cruz, protegida por una bella rejería renacentista con cerradura gótica y escudo imperial, fundada por Felipe II; su nombre viene de la Santa Cruz alojada en una ventana, cuyo efecto de contraluz va dirigido a impresionar visualmente al espectador. Las tallas policromadas del Ecce Homo y la Dolorosa son probablemente obra del escultor tardobarroco José Risueño (siglo XVIII).


Detalle del Descendimiento de la Cruz, de Hans Memling


   La Sacristía (Museo de la Capilla Real) recoge una gran colección de tablas flamencas, antigua propiedad privada de la reina Isabel I de Castilla. Entre ellas, hay que destacar el tríptico del Descendimiento y la Natividad, de Roger Van der Weyden (1399-1464) –la tercera pieza, Cristo apareciéndose a su madre, está actualmente en New York–, en donde se plasma, con loable sensibilidad, la escena de la Virgen abrazando el cuerpo de su hijo muerto, mientras José de Arimatea y San Juan observan, impotentes. La otra escena muestra un entrañable Niño Jesús dormido en las rodillas de su madre, mientras el anciano San José dormita fatigado sobre su cayado. Destaca el magnífico acabado del paño que hace de telón de fondo a la representación. El maestro Van der Weyden, gran conocedor de Van Eyck, se muestra aún muy gótico en esta pieza, como se deduce de las cualidades geométricas del acabado de sus pliegues y formas. Si bien prestaba poca atención al paisajismo, el detallismo casi obsesivo de sus rostros y figuras humanas, impregnadas magistralmente de patetismo y desgarro, le valieron un puesto único e irrepetible en la pintura del siglo XV, como indiscutible maestro de maestros.
   La colección de tablas flamencas no se detiene aquí; la reina Isabel también adquirió las de otros tantos maestros del XV, como el alemán Hans Memling o el holandés Dierick Bouts. El primero (Aschaffenbourg, 1431–Brujas, 1494) estudió en el taller de Van der Weyden de Bruselas, y gozó de una popularidad nunca antes vista por ningún otro artista flamenco, ni siquiera por su maestro. Su presente Díptico del Descendimiento y las Santas Mujeres es una perfecta síntesis de sus dotes como narrador visual. La famosa Virgen con el Niño es una de sus obras maestras: María está representada en su aspecto más maternal, amamantando a su hijo sobre un trono de mármol. El estudio psicológico de los rostros valió a Memling el título de mejor retratista flamenco del S. XV. Del holandés Dierick Bouts (Haarlem, 1415 – Lovaina, 1475) es el fabuloso Tríptico de la Pasión, que recoge melancólicas escenas de la Crucifixión, el Descendimiento y la Resurrección. Considerada otra obra maestra de todos los tiempos, destaca en ella la emotiva escena de la Virgen besando, presa del dolor, la mano de su hijo muerto, mientras San Juan trata de sostenerla. Sus paisajes –en los cuales fue todo un maestro en su época, junto con Patinir– superan los estudios de ambiente de Van Eyck, tratando la relación de las figuras y el espacio de tal forma, que sumerge a sus personajes en un inquietante mundo lleno de dramatismo.

Natividad de Roger Van der Weyden.

   El anónimo maestro de la Leyenda de Santa Catalina (quien tal vez fuera Pieter Van der Weyden, hijo de Roger) realizó un peculiar óleo sobre tabla, polémica obra, en cuanto el lateral derecho del tríptico no estaba incluido en la lista de obras legadas por Isabel en su testamento. Destaca la riqueza cromática de las indumentarias de los personajes: la Virgen con el Niño, Santa Bárbara y Santa Catalina, todas ellas representadas con sus respectivos atributos. La tabla izquierda representa la Misa de San Gregorio.
   Otras piezas de notable interés son las pinturas de artistas renacentistas italianos y españoles de los siglos XV y XVI. Destaca en esta colección la tabla de La oración en el Huerto, refinada obra del famoso florentino Sandro Botticelli. De los españoles Bartolomé Bermejo (1430–97) y Pedro Berruguete (1450–1504) se conservan, del primero, la Epifanía y La Santa Faz, ocupando ambas caras de una misma tabla, y del segundo, San Juan en Patmos.

Oración en el Huerto de Sandro Botticelli.

   El Museo de la Sacristía también acoge otras piezas de indudable valor, como los objetos personales de los Reyes Católicos: el cetro y la corona –de estilo gótico, en plata dorada– de Doña Isabel; un misal privado, un espejo-custodia, un precioso relicario de plata con un relieve de la Resurrección, etc. Se cuenta que este relicario guardaba las joyas con que la Reina costeó la empresa de Colón a las Indias. La magnífica espada de Don Fernando destaca por su empuñadura de oro, de diseño florentino.
   Joya del Barroco español son los sorprendentes armarios–relicarios del crucero. Felipe IV los mandó construir en 1630 a Alonso de Mena, para custodiar la colección de reliquias recibidas por los Papas de las donaciones reales. Las capillas laterales también guardan otras tantas valiosas piezas pictóricas, adscritas al Renacimiento español; una de ellas es el Descenso al Limbo, de Pedro Machuca.
   El grueso de la pintura barroca de la Capilla Real queda representado por artistas adscritos a la escuela granadina, de escaso renombre, como Esteban de Rueda y José de Cieza, o anónimas, destacando una obra del insigne Alonso Cano: la Virgen con el Niño dormido
   Por último, cabe destacar por su belleza la presencia de tres puertas monumentales, que se abren en el interior de la Capilla Real -como dijimos- para comunicarla directamente con la Catedral, y en las cuales se puede percibir perfectamente la transición de estilos desde el Gótico al Renacimiento.

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